La ideología social del coche

En 1973, el mundo no era tan distinto al de hoy. Salvo que pululaban por el planeta la mitad de personas que hoy, y menos de la cuarta parte de coches de coches, quizá. Ese año acababa de publicarse el informe «Los límites del crecimiento», encargado por el Club de Roma al MIT; y estalló la primera crisis del petróleo a causa de la guerra del Yom Kipur y el apoyo de algunos países a Israel.

Hoy en día tenemos indicios hasta en el parte meteorológico de la situación insostenible del cambio climático, hay otra crisis de combustibles fósiles derivada de la invasión de Ucrania, pero lejos de abandonar su uso, hay una nueva «fiebre del oro» con la explotación de estas ricas, y contaminantes, fuentes de energía.

El periodista y filósofo franco-austriaco André Gorz escribió este texto en 1973. Discípulo de Sartre, Gorz era partidario de la sobriedad como un medio para luchar contra la miseria; y establecía una diferenciación entre la miseria y la pobreza que puede resultar de interés.

Así como no hay pobres cuando no hay ricos, tampoco puede haber ricos cuando no hay pobres: cuando todo el mundo es «rico» nadie lo es; de la misma forma cuando todo el mundo es «pobre». A diferencia de la miseria, que es la insuficiencia de recursos para vivir, la pobreza es esencialmente relativa.

André Gorz, «Écologie et politique», Ed. Seuil, 1978, p. 37-38

A pesar de que Logroño Andando no es un colectivo político, que la postura política de Gorz no es necesariamente la misma que la nuestra, y que somos conscientes de que este texto puede ser polémico por este posicionamiento, gran parte de sus consideraciones son asombrosamente clarividentes y actuales. Por eso hemos decidido republicarlo previa autorización de la revista Le Sauvage en que se publicó originalmente.


La ideología social del coche

Por André Gorz, 1973

El vicio más profundo de los coches es que son como los castillos o las villas en la costa: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de una minoría de riquísimos y que en nada, en su concepción y naturaleza, estaban destinados al pueblo. A diferencia de la aspiradora, el teléfono o la bicicleta, que conservan su valor cuando todo el mundo los tiene, el coche, como el chalet en la costa, sólo tiene interés y ventajas en la medida en que las masas no los tienen. Esto se debe a que, tanto por su propia concepción como por su finalidad original, el coche es un artículo de lujo. Y el lujo, por su propia naturaleza, no puede ser democratizado: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie se beneficia de él; al contrario: todo el mundo conduce, frustra y despoja a los demás y es conducido, frustrado y despojado por ellos.

Esto es bastante comúnmente aceptado, en lo que respecta a las villas en la costa. Ningún demagogo se ha atrevido aún a afirmar que democratizar el derecho a las vacaciones significa aplicar el principio: una villa con playa privada para cada familia francesa. Todo el mundo comprende que si cada uno de los trece o catorce millones de familias tuviera siquiera diez metros de costa, ¡necesitaríamos 140.000 kilómetros de playas para que todos estuvieran atendidos! Asignar una parte a cada persona implica cortar las playas en franjas tan pequeñas -o apretujar las chalés tan cerca unos de otros- que su valor de uso pasa a ser nulo y su ventaja sobre un complejo hotelero desaparece. En resumen, la democratización del acceso a las playas sólo puede lograrse mediante una solución colectivista. Y esta solución pasa necesariamente por una guerra contra el lujo de las playas privadas, privilegios que una pequeña minoría se está arrogando a costa de todos.

Ahora bien, lo que es perfectamente obvio para las playas, ¿por qué no es comúnmente aceptado para el transporte? ¿Acaso un coche, al igual que un chalet con playa, no ocupa un espacio escaso? ¿No quita espacio a otros usuarios de la carretera (peatones, ciclistas, usuarios del tranvía o del autobús)? ¿No pierde todo su valor de uso cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y, sin embargo, abundan los demagogos que afirman que todas las familias tienen derecho a tener al menos un coche y que corresponde al «Estado» garantizar que todos puedan aparcar a su antojo, conducir a 150 km/h, en las carreteras de fin de semana o de vacaciones.

La monstruosidad de esta demagogia es evidente y, sin embargo, la izquierda no se priva de utilizarla. ¿Por qué se trata al coche como una vaca sagrada? ¿Por qué, a diferencia de otros bienes «privados», no se reconoce como un lujo antisocial? La respuesta hay que buscarla en los dos siguientes aspectos del automovilismo.

1. El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa a nivel de la práctica cotidiana: funda y sostiene en todos la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y beneficiarse a costa de todos. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a los «otros», a los que sólo percibe como molestias materiales y obstáculos para su propia velocidad. Este egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de un comportamiento universalmente burgués («Nunca haremos el socialismo con esta gente», me decía un amigo de Alemania del Este, horrorizado por el espectáculo del tráfico parisino).

2. El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que se ha devaluado por su propia difusión. Pero esta devaluación práctica no ha llevado todavía a su devaluación ideológica: el mito de la comodidad y la ventaja del coche persiste, mientras que el transporte público, si se generalizara, demostraría una superioridad sorprendente. La persistencia de este mito se explica fácilmente: la generalización de la automoción individual ha desplazado el transporte público, ha modificado el urbanismo y la vivienda, y ha transferido al automóvil funciones que su propia difusión ha hecho necesarias. Será necesaria una revolución ideológica («cultural») para romper este círculo. Evidentemente, no debemos esperarlo de la clase dirigente (derecha o izquierda).

Veamos con más detalle estos dos puntos. Cuando se inventó el coche, se suponía que iba a dar a unos cuantos burgueses muy ricos un privilegio completamente nuevo: el de conducir mucho más rápido que los demás. A nadie se le había ocurrido antes: la velocidad de la diligencia era más o menos la misma si eras rico o pobre; el carruaje del señor no iba más rápido que el carro del campesino, y los trenes llevaban a todos a la misma velocidad (sólo adoptaron velocidades diferenciadas con la competencia del automóvil y el avión). Hasta el cambio de siglo, por tanto, no había una velocidad de desplazamiento para la élite y otra para el pueblo llano. El coche iba a cambiar esto: amplió, por primera vez, la diferencia de clases a la velocidad y los medios de transporte.

Tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas

Al principio, este medio de transporte parecía inaccesible para las masas porque era muy diferente de los medios de transporte ordinarios: no había comparación entre el automóvil y todo lo demás: el carro, el ferrocarril, la bicicleta o el ómnibus tirado por caballos. Algunos personajes excepcionales se paseaban en un vehículo autopropulsado, que pesaba una buena tonelada, cuyos complicadísimos componentes mecánicos eran aún más misteriosos porque estaban ocultos a la vista. Porque también existía este aspecto, que pesaba sobre el mito del automóvil: por primera vez, las personas montaban vehículos individuales cuyos mecanismos de funcionamiento les eran completamente desconocidos, y cuyo mantenimiento e incluso suministro de energía debían confiar a especialistas.

La paradoja del automóvil era que, en apariencia, otorgaba a sus propietarios una independencia ilimitada, permitiéndoles viajar a las horas y por las rutas que quisieran a una velocidad igual o superior a la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta aparente autonomía iba acompañada de una radical dependencia: a diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista iba a depender para su abastecimiento energético, así como para la reparación de cualquier avería, de concesionarios y especialistas en carburación, lubricación, encendido y cambio de piezas estándar. A diferencia de todos los anteriores propietarios de medios de locomoción, el automovilista debía tener una relación de usuario y consumidor -y no de dueño y señor- con el vehículo del que era formalmente propietario. Este vehículo, en otras palabras, le obligaría a consumir y utilizar una serie de servicios de mercado y productos industriales que sólo podrían proporcionar terceros. La aparente autonomía del propietario del coche encubría su radical dependencia.

Los magnates del petróleo fueron los primeros en ver los beneficios del uso generalizado del automóvil: si se conseguía que la gente condujera coches a motor, se les podría vender la energía necesaria para alimentarlos. Por primera vez en la historia, las personas pasarían a depender de una fuente de energía comercial para su locomoción. Habría tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas, y como habría tantos automovilistas como familias, todo el pueblo se convertiría en cliente de las compañías petroleras. La situación que todo capitalista sueña se haría realidad: todos los hombres dependerían para sus necesidades diarias de una mercancía de la que sólo una industria tendría el monopolio.

Sólo faltaba conseguir que la gente condujera coches. A menudo se cree que no fue necesario pedirlo: bastaba con bajar lo suficiente el precio de un coche mediante la producción en masa y las cadenas de montaje, y la gente saldría corriendo a comprarlo. Se precipitaron, sin darse cuenta de que les estaban tomando el pelo. ¿Qué les prometió la industria del automóvil? Simplemente esto: «A partir de ahora tú también tendrás el privilegio de conducir, como los señores y los burgueses, más rápido que nadie. En la sociedad del automóvil, el privilegio de la élite se pone a tu alcance.»

La gente se volcó en los coches hasta que, cuando los obreros accedieron a ellos, los automovilistas pudieron constatar, frustrados, que habían sido engañados. Se les había prometido un privilegio propio de burgueses; se habían endeudado para tener acceso a él, y ahora se encontraban con que todos los demás tenían también acceso a él. Pero, ¿qué es un privilegio si todo el mundo tiene acceso a él? Es un timo. Peor aún, es un todos contra todos. Es una parálisis general por atrapamiento general. Porque cuando todo el mundo pretende conducir a la velocidad privilegiada de la burguesía, el resultado es que ya no se puede conducir nada, que la velocidad del tráfico urbano cae -en Boston como en París, Roma o Londres- por debajo de la del ómnibus tirado por caballos, y que la velocidad media en las carreteras de acceso a las ciudades, los fines de semana, cae por debajo de la de un ciclista.

Se han probado todos los remedios, pero todos acaban empeorando el problema. Tanto si multiplicamos las carreteras radiales y circulares como los pasos elevados, las de dieciséis carriles y las de peaje, el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías de servicio hay, más coches circulan por ellas y más se paraliza la congestión del tráfico urbano. Mientras haya ciudades, el problema seguirá sin resolverse: por muy ancha y rápida que sea una circunvalación, la velocidad a la que los vehículos salen de ella para entrar en la ciudad no puede ser superior a la velocidad media de París, que será de 10 a 20 km/h, según la hora del día. Incluso las dejarán a velocidades mucho más bajas en cuanto se saturen las vías de acceso, y esta ralentización tendrá repercusiones decenas de kilómetros aguas arriba si la vía de acceso está saturada.

Cuanto más distribuya una sociedad estos vehículos rápidos, más tiempo perderá la gente en sus desplazamientos

Lo mismo ocurre con cualquier ciudad. Es imposible circular a más de 20 km/h de media en la red de calles, avenidas y bulevares que se entrecruzan y que han sido el sello de las ciudades hasta ahora. Cualquier inyección de vehículos más rápidos perturba el tráfico urbano provocando cuellos de botella y, en última instancia, lo paraliza.

Para que el coche se imponga, sólo hay una solución: eliminar las ciudades, es decir, repartirlas en cientos de kilómetros, a lo largo de carreteras monumentales, suburbios de autopistas. Esto es lo que se ha hecho en Estados Unidos. Ivan Illich [2] resume el resultado en estas sorprendentes cifras: «El estadounidense típico pasa más de mil quinientas horas al año (o treinta horas a la semana, o cuatro horas al día, incluidos los domingos) en su coche: Esto incluye las horas que pasa al volante, tanto dentro como fuera de la carretera; las horas de trabajo necesarias para pagarlo y para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las multas y los impuestos… Este estadounidense necesita mil quinientas horas para conducir (en un año) diez mil kilómetros. Seis kilómetros le llevan una hora. En los países sin industria del transporte, la gente se desplaza exactamente a la misma velocidad a pie, con la ventaja añadida de que puede ir a cualquier sitio, no sólo por carreteras asfaltadas.

Es cierto, señala Illich, que en los países no industrializados los viajes sólo ocupan entre el dos y el ocho por ciento del tiempo social (lo que supone probablemente entre dos y seis horas a la semana). La conclusión de Illich es que un hombre a pie recorre tantos kilómetros en una hora de transporte como un hombre con motor, pero gasta entre cinco y diez veces menos tiempo de viaje que este último. La moraleja es que cuanto más difunde una sociedad estos vehículos rápidos, más -a partir de un determinado umbral- gastan y pierden el tiempo viajando en ellos. Es matemático.

¿La razón? Lo acabamos de ver: hemos fragmentado las aglomeraciones en interminables suburbios de autopista, porque era la única manera de evitar la congestión vehicular de los centros residenciales. Pero esta solución tiene un inconveniente evidente: al final, la gente sólo puede moverse cómodamente porque está alejada de todo. Para dar espacio al coche, las distancias se han multiplicado: la gente vive lejos del trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado, lo que requerirá un segundo coche para que el «ama de casa» pueda hacer la compra y llevar a los niños al colegio. ¿Salidas? De ninguna manera. ¿Amigos? Hay vecinos… y viceversa. El coche, al final, hace perder más tiempo del que ahorra y crea más distancias de las que salva. Por supuesto, puedes ir al trabajo a 100 km/h, pero eso es porque vives a 50 kilómetros de tu trabajo y estás dispuesto a perder media hora para recorrer los últimos 10 kilómetros. Conclusión: «La gente trabaja una buena parte del día para pagar el viaje al trabajo» (Ivan Illich).

Quizá puedas decir: «Al menos, así escapamos del infierno de la ciudad una vez terminada la jornada laboral». En esas estamos: esa es la admisión. «La ciudad» se percibe como un «infierno», y sólo se piensa en escapar de ella o en trasladarse a provincias, mientras que durante generaciones la gran ciudad, objeto de asombro, era el único lugar en el que merecía la pena vivir. ¿Por qué este cambio? Por una razón: el coche ha hecho inhabitable la gran ciudad. Lo ha convertido en algo apestoso, ruidoso, asfixiante, polvoriento y atascado hasta el punto de que la gente ya no quiere salir por la noche. Así que, como los coches han matado a la ciudad, necesitamos coches aún más rápidos para escapar por las autopistas hacia suburbios aún más lejanos. Impecable circularidad: dennos más coches para escapar de los estragos que causan los coches.

De ser un artículo de lujo y una fuente de privilegios, el coche ha pasado a ser objeto de una necesidad vital: lo necesitamos para escapar del infierno urbano del automóvil. Para la industria capitalista, la partida está ganada: lo superfluo se ha convertido en necesario. Ya no es necesario persuadir a la gente que quiere un coche: su necesidad está escrita en el estado de las cosas. Es cierto que pueden surgir otras dudas cuando vemos la huida motorizada por los ejes de escape: entre las ocho y las nueve y media de la mañana, entre las cinco y media y las siete de la tarde y, los fines de semana, durante cinco o seis horas, los medios de escapada se extienden en procesión, parachoques contra parachoques, a la velocidad (en el mejor de los casos) de un ciclista y en una gran nube de gasolina con plomo. Qué queda cuando, como era inevitable, el límite de velocidad en las carreteras se limita precisamente a la que puede alcanzar el turismo más lento.

Después de matar a la ciudad, el coche mata al coche

Un resultado justo: después de haber matado a la ciudad, el coche mata al coche. Después de prometer a todo el mundo que iríamos más rápido, la industria automovilística acaba con el resultado rigurosamente predecible de que todo el mundo va más lento que el más lento de todos, a una velocidad determinada por las simples leyes de la dinámica de fluidos. Y peor aún: inventado para permitir a su propietario ir a donde quiera, a la hora y a la velocidad que elija, el coche se convierte, de entre todos los vehículos, en el más servicial, aleatorio, imprevisible e incómodo: por muy extravagante que sea la hora de salida, nunca se sabe cuándo los atascos le permitirán llegar. Estás pegado a la carretera (la autopista) tan inexorablemente como el tren a sus vías. No es posible detenerse de forma inesperada, al igual que un viajero de ferrocarril, y es necesario, al igual que un tren, avanzar a una velocidad determinada por los demás. En resumen, el coche tiene todos los inconvenientes del tren -más unos cuantos que le son específicos: vibraciones, dolores, peligro de colisión, necesidad de conducir el vehículo- sin ninguna de sus ventajas.

Y sin embargo, dirán ustedes, la gente no coge el tren. Pues bien, ¿cómo iban a hacerlo? ¿Han intentado alguna vez ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Ivry a Le Tréport? ¿O de Garches a Fontainebleu? ¿O de Colombes a Isle Adam? ¿Han probado, en verano, los sábados o los domingos? ¡Pues inténtenlo, ánimo! Verán que el capitalismo automovilístico lo ha previsto todo: en el momento en que el coche iba a acabar con el automóvil, ha hecho desaparecer las alternativas: una forma de hacer obligatorio el coche. Así, el Estado capitalista primero permitió que se deterioraran las conexiones ferroviarias entre las ciudades, sus suburbios y su cinturón verde, y luego las eliminó. Sólo las conexiones interurbanas de alta velocidad, que compiten con el transporte aéreo por su clientela burguesa, han encontrado el favor de sus ojos. El aerotrén, que podría haber puesto la costa de Normandía o los lagos de Morvan al alcance de los domingueros parisinos, servirá para ahorrar quince minutos entre París y Pontoise y para verter en sus terminales a más viajeros saturados de velocidad de los que podrá acoger el transporte urbano. ¡Eso es progreso!

La verdad es que nadie puede elegir: no somos libres de tener o no un coche porque el mundo suburbano está diseñado en torno a él, e incluso, cada vez más, el mundo urbano. Por eso, la solución revolucionaria ideal, que consiste en suprimir el automóvil en favor de la bicicleta, el tranvía, el autobús y el taxi sin conductor, ya no es aplicable en ciudades de autopista como Los Ángeles, Detroit, Houston, Trappes o incluso Bruselas, que han sido modeladas por y para el automóvil. Estas ciudades están fragmentadas, se extienden a lo largo de calles vacías donde los edificios son todos iguales y donde el paisaje urbano (desierto) significa: «Estas calles están hechas para ir lo más rápido posible del lugar de trabajo a casa y viceversa. Uno pasa, no se queda. Todo el mundo, una vez terminado su trabajo, no puede hacer otra cosa que quedarse en casa, y cualquiera que se encuentre en la calle al anochecer debe ser considerado sospechoso de planear algún asunto turbio. En varias ciudades estadounidenses, pasear por las calles de noche se considera un delito.

Entonces, ¿hemos perdido la partida? No, pero la alternativa al coche sólo puede ser global. Porque para que la gente renuncie a su coche, no basta con ofrecerle medios de transporte público más cómodos: es necesario que no se pueda transportar en absoluto, porque se sienta a gusto en su barrio, en su municipio, en su ciudad a escala humana, y que disfrute yendo y viniendo del trabajo a pie o, como mínimo, en bicicleta. Ningún transporte rápido y escapista podrá compensar la infelicidad de vivir en una ciudad inhabitable, de no estar en casa en ningún sitio, de pasar el tiempo allí sólo para trabajar o, por el contrario, para aislarse y dormir. «Los usuarios romperán las cadenas del transporte dominante cuando empiecen a amar su isla de tráfico como un territorio, y a temer alejarse de ella con demasiada frecuencia», escribe Illich. Pero, precisamente, para poder amar «el propio territorio», primero habrá que hacerlo habitable y no circulable: el barrio o la comuna deben volver a ser el microcosmos conformado por y para todas las actividades humanas, donde la gente trabaja, vive, se relaja, aprende, se comunica, retoza y gestiona el entorno de su vida en común. Cuando se le preguntó una vez qué haría la gente con su tiempo después de la revolución, cuando se aboliera el despilfarro capitalista, Marcuse respondió: «Destruiremos las grandes ciudades y construiremos otras nuevas. Eso nos mantendrá ocupados durante un tiempo».

Podemos imaginar que estas nuevas ciudades serán federaciones de comunas (o barrios), rodeadas de cinturones verdes donde los habitantes de la ciudad -y especialmente los «escolares»- pasarán varias horas a la semana cultivando los productos frescos necesarios para su subsistencia. Para sus desplazamientos diarios, dispondrán de toda una serie de opciones de transporte adecuadas para una ciudad de tamaño medio: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis eléctricos sin conductor. Para los desplazamientos de mayor envergadura en el campo, así como para el transporte de los huéspedes, se pondrá a disposición de todos un parque de coches comunitarios en los garajes locales. El coche ya no será necesario. Todo habrá cambiado: el mundo, la vida, la gente. Y no habrá ocurrido por sí solo.

Mientras tanto, ¿qué podemos hacer para conseguirlo? En primer lugar, nunca hay que considerar el problema del transporte de forma aislada, sino vincularlo siempre al problema de la ciudad, la división social del trabajo y la compartimentación que ésta ha introducido entre las distintas dimensiones de la existencia: un lugar para trabajar, otro para «vivir», un tercero para abastecerse, un cuarto para aprender, un quinto para disfrutar. La ordenación del espacio continúa la desintegración del hombre que comenzó con la división del trabajo en la fábrica. Corta al individuo en rodajas, corta su tiempo, su vida, en rodajas bien separadas para que en cada una seas un consumidor pasivo entregado indefenso a los mercaderes, para que nunca se te ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal pueden y deben ser una misma cosa: la unidad de una vida, sostenida por el tejido social de la colectividad.


Texto publicado originalmente en la revista Le Sauvage en el número de septiembre-octubre de 1973, traducido de la versión en línea en La Rotative.

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