La ideología social del coche

En 1973, el mundo no era tan distinto al de hoy. Salvo que pululaban por el planeta la mitad de personas que hoy, y menos de la cuarta parte de coches de coches, quizá. Ese año acababa de publicarse el informe «Los límites del crecimiento», encargado por el Club de Roma al MIT; y estalló la primera crisis del petróleo a causa de la guerra del Yom Kipur y el apoyo de algunos países a Israel.

Hoy en día tenemos indicios hasta en el parte meteorológico de la situación insostenible del cambio climático, hay otra crisis de combustibles fósiles derivada de la invasión de Ucrania, pero lejos de abandonar su uso, hay una nueva «fiebre del oro» con la explotación de estas ricas, y contaminantes, fuentes de energía.

El periodista y filósofo franco-austriaco André Gorz escribió este texto en 1973. Discípulo de Sartre, Gorz era partidario de la sobriedad como un medio para luchar contra la miseria; y establecía una diferenciación entre la miseria y la pobreza que puede resultar de interés.

Así como no hay pobres cuando no hay ricos, tampoco puede haber ricos cuando no hay pobres: cuando todo el mundo es «rico» nadie lo es; de la misma forma cuando todo el mundo es «pobre». A diferencia de la miseria, que es la insuficiencia de recursos para vivir, la pobreza es esencialmente relativa.

André Gorz, «Écologie et politique», Ed. Seuil, 1978, p. 37-38

A pesar de que Logroño Andando no es un colectivo político, que la postura política de Gorz no es necesariamente la misma que la nuestra, y que somos conscientes de que este texto puede ser polémico por este posicionamiento, gran parte de sus consideraciones son asombrosamente clarividentes y actuales. Por eso hemos decidido republicarlo previa autorización de la revista Le Sauvage en que se publicó originalmente.


La ideología social del coche

Por André Gorz, 1973

El vicio más profundo de los coches es que son como los castillos o las villas en la costa: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de una minoría de riquísimos y que en nada, en su concepción y naturaleza, estaban destinados al pueblo. A diferencia de la aspiradora, el teléfono o la bicicleta, que conservan su valor cuando todo el mundo los tiene, el coche, como el chalet en la costa, sólo tiene interés y ventajas en la medida en que las masas no los tienen. Esto se debe a que, tanto por su propia concepción como por su finalidad original, el coche es un artículo de lujo. Y el lujo, por su propia naturaleza, no puede ser democratizado: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie se beneficia de él; al contrario: todo el mundo conduce, frustra y despoja a los demás y es conducido, frustrado y despojado por ellos.

Esto es bastante comúnmente aceptado, en lo que respecta a las villas en la costa. Ningún demagogo se ha atrevido aún a afirmar que democratizar el derecho a las vacaciones significa aplicar el principio: una villa con playa privada para cada familia francesa. Todo el mundo comprende que si cada uno de los trece o catorce millones de familias tuviera siquiera diez metros de costa, ¡necesitaríamos 140.000 kilómetros de playas para que todos estuvieran atendidos! Asignar una parte a cada persona implica cortar las playas en franjas tan pequeñas -o apretujar las chalés tan cerca unos de otros- que su valor de uso pasa a ser nulo y su ventaja sobre un complejo hotelero desaparece. En resumen, la democratización del acceso a las playas sólo puede lograrse mediante una solución colectivista. Y esta solución pasa necesariamente por una guerra contra el lujo de las playas privadas, privilegios que una pequeña minoría se está arrogando a costa de todos.

Ahora bien, lo que es perfectamente obvio para las playas, ¿por qué no es comúnmente aceptado para el transporte? ¿Acaso un coche, al igual que un chalet con playa, no ocupa un espacio escaso? ¿No quita espacio a otros usuarios de la carretera (peatones, ciclistas, usuarios del tranvía o del autobús)? ¿No pierde todo su valor de uso cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y, sin embargo, abundan los demagogos que afirman que todas las familias tienen derecho a tener al menos un coche y que corresponde al «Estado» garantizar que todos puedan aparcar a su antojo, conducir a 150 km/h, en las carreteras de fin de semana o de vacaciones.

La monstruosidad de esta demagogia es evidente y, sin embargo, la izquierda no se priva de utilizarla. ¿Por qué se trata al coche como una vaca sagrada? ¿Por qué, a diferencia de otros bienes «privados», no se reconoce como un lujo antisocial? La respuesta hay que buscarla en los dos siguientes aspectos del automovilismo.

1. El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa a nivel de la práctica cotidiana: funda y sostiene en todos la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y beneficiarse a costa de todos. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a los «otros», a los que sólo percibe como molestias materiales y obstáculos para su propia velocidad. Este egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de un comportamiento universalmente burgués («Nunca haremos el socialismo con esta gente», me decía un amigo de Alemania del Este, horrorizado por el espectáculo del tráfico parisino).

2. El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que se ha devaluado por su propia difusión. Pero esta devaluación práctica no ha llevado todavía a su devaluación ideológica: el mito de la comodidad y la ventaja del coche persiste, mientras que el transporte público, si se generalizara, demostraría una superioridad sorprendente. La persistencia de este mito se explica fácilmente: la generalización de la automoción individual ha desplazado el transporte público, ha modificado el urbanismo y la vivienda, y ha transferido al automóvil funciones que su propia difusión ha hecho necesarias. Será necesaria una revolución ideológica («cultural») para romper este círculo. Evidentemente, no debemos esperarlo de la clase dirigente (derecha o izquierda).

Veamos con más detalle estos dos puntos. Cuando se inventó el coche, se suponía que iba a dar a unos cuantos burgueses muy ricos un privilegio completamente nuevo: el de conducir mucho más rápido que los demás. A nadie se le había ocurrido antes: la velocidad de la diligencia era más o menos la misma si eras rico o pobre; el carruaje del señor no iba más rápido que el carro del campesino, y los trenes llevaban a todos a la misma velocidad (sólo adoptaron velocidades diferenciadas con la competencia del automóvil y el avión). Hasta el cambio de siglo, por tanto, no había una velocidad de desplazamiento para la élite y otra para el pueblo llano. El coche iba a cambiar esto: amplió, por primera vez, la diferencia de clases a la velocidad y los medios de transporte.

Tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas

Al principio, este medio de transporte parecía inaccesible para las masas porque era muy diferente de los medios de transporte ordinarios: no había comparación entre el automóvil y todo lo demás: el carro, el ferrocarril, la bicicleta o el ómnibus tirado por caballos. Algunos personajes excepcionales se paseaban en un vehículo autopropulsado, que pesaba una buena tonelada, cuyos complicadísimos componentes mecánicos eran aún más misteriosos porque estaban ocultos a la vista. Porque también existía este aspecto, que pesaba sobre el mito del automóvil: por primera vez, las personas montaban vehículos individuales cuyos mecanismos de funcionamiento les eran completamente desconocidos, y cuyo mantenimiento e incluso suministro de energía debían confiar a especialistas.

La paradoja del automóvil era que, en apariencia, otorgaba a sus propietarios una independencia ilimitada, permitiéndoles viajar a las horas y por las rutas que quisieran a una velocidad igual o superior a la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta aparente autonomía iba acompañada de una radical dependencia: a diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista iba a depender para su abastecimiento energético, así como para la reparación de cualquier avería, de concesionarios y especialistas en carburación, lubricación, encendido y cambio de piezas estándar. A diferencia de todos los anteriores propietarios de medios de locomoción, el automovilista debía tener una relación de usuario y consumidor -y no de dueño y señor- con el vehículo del que era formalmente propietario. Este vehículo, en otras palabras, le obligaría a consumir y utilizar una serie de servicios de mercado y productos industriales que sólo podrían proporcionar terceros. La aparente autonomía del propietario del coche encubría su radical dependencia.

Los magnates del petróleo fueron los primeros en ver los beneficios del uso generalizado del automóvil: si se conseguía que la gente condujera coches a motor, se les podría vender la energía necesaria para alimentarlos. Por primera vez en la historia, las personas pasarían a depender de una fuente de energía comercial para su locomoción. Habría tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas, y como habría tantos automovilistas como familias, todo el pueblo se convertiría en cliente de las compañías petroleras. La situación que todo capitalista sueña se haría realidad: todos los hombres dependerían para sus necesidades diarias de una mercancía de la que sólo una industria tendría el monopolio.

Sólo faltaba conseguir que la gente condujera coches. A menudo se cree que no fue necesario pedirlo: bastaba con bajar lo suficiente el precio de un coche mediante la producción en masa y las cadenas de montaje, y la gente saldría corriendo a comprarlo. Se precipitaron, sin darse cuenta de que les estaban tomando el pelo. ¿Qué les prometió la industria del automóvil? Simplemente esto: «A partir de ahora tú también tendrás el privilegio de conducir, como los señores y los burgueses, más rápido que nadie. En la sociedad del automóvil, el privilegio de la élite se pone a tu alcance.»

La gente se volcó en los coches hasta que, cuando los obreros accedieron a ellos, los automovilistas pudieron constatar, frustrados, que habían sido engañados. Se les había prometido un privilegio propio de burgueses; se habían endeudado para tener acceso a él, y ahora se encontraban con que todos los demás tenían también acceso a él. Pero, ¿qué es un privilegio si todo el mundo tiene acceso a él? Es un timo. Peor aún, es un todos contra todos. Es una parálisis general por atrapamiento general. Porque cuando todo el mundo pretende conducir a la velocidad privilegiada de la burguesía, el resultado es que ya no se puede conducir nada, que la velocidad del tráfico urbano cae -en Boston como en París, Roma o Londres- por debajo de la del ómnibus tirado por caballos, y que la velocidad media en las carreteras de acceso a las ciudades, los fines de semana, cae por debajo de la de un ciclista.

Se han probado todos los remedios, pero todos acaban empeorando el problema. Tanto si multiplicamos las carreteras radiales y circulares como los pasos elevados, las de dieciséis carriles y las de peaje, el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías de servicio hay, más coches circulan por ellas y más se paraliza la congestión del tráfico urbano. Mientras haya ciudades, el problema seguirá sin resolverse: por muy ancha y rápida que sea una circunvalación, la velocidad a la que los vehículos salen de ella para entrar en la ciudad no puede ser superior a la velocidad media de París, que será de 10 a 20 km/h, según la hora del día. Incluso las dejarán a velocidades mucho más bajas en cuanto se saturen las vías de acceso, y esta ralentización tendrá repercusiones decenas de kilómetros aguas arriba si la vía de acceso está saturada.

Cuanto más distribuya una sociedad estos vehículos rápidos, más tiempo perderá la gente en sus desplazamientos

Lo mismo ocurre con cualquier ciudad. Es imposible circular a más de 20 km/h de media en la red de calles, avenidas y bulevares que se entrecruzan y que han sido el sello de las ciudades hasta ahora. Cualquier inyección de vehículos más rápidos perturba el tráfico urbano provocando cuellos de botella y, en última instancia, lo paraliza.

Para que el coche se imponga, sólo hay una solución: eliminar las ciudades, es decir, repartirlas en cientos de kilómetros, a lo largo de carreteras monumentales, suburbios de autopistas. Esto es lo que se ha hecho en Estados Unidos. Ivan Illich [2] resume el resultado en estas sorprendentes cifras: «El estadounidense típico pasa más de mil quinientas horas al año (o treinta horas a la semana, o cuatro horas al día, incluidos los domingos) en su coche: Esto incluye las horas que pasa al volante, tanto dentro como fuera de la carretera; las horas de trabajo necesarias para pagarlo y para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las multas y los impuestos… Este estadounidense necesita mil quinientas horas para conducir (en un año) diez mil kilómetros. Seis kilómetros le llevan una hora. En los países sin industria del transporte, la gente se desplaza exactamente a la misma velocidad a pie, con la ventaja añadida de que puede ir a cualquier sitio, no sólo por carreteras asfaltadas.

Es cierto, señala Illich, que en los países no industrializados los viajes sólo ocupan entre el dos y el ocho por ciento del tiempo social (lo que supone probablemente entre dos y seis horas a la semana). La conclusión de Illich es que un hombre a pie recorre tantos kilómetros en una hora de transporte como un hombre con motor, pero gasta entre cinco y diez veces menos tiempo de viaje que este último. La moraleja es que cuanto más difunde una sociedad estos vehículos rápidos, más -a partir de un determinado umbral- gastan y pierden el tiempo viajando en ellos. Es matemático.

¿La razón? Lo acabamos de ver: hemos fragmentado las aglomeraciones en interminables suburbios de autopista, porque era la única manera de evitar la congestión vehicular de los centros residenciales. Pero esta solución tiene un inconveniente evidente: al final, la gente sólo puede moverse cómodamente porque está alejada de todo. Para dar espacio al coche, las distancias se han multiplicado: la gente vive lejos del trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado, lo que requerirá un segundo coche para que el «ama de casa» pueda hacer la compra y llevar a los niños al colegio. ¿Salidas? De ninguna manera. ¿Amigos? Hay vecinos… y viceversa. El coche, al final, hace perder más tiempo del que ahorra y crea más distancias de las que salva. Por supuesto, puedes ir al trabajo a 100 km/h, pero eso es porque vives a 50 kilómetros de tu trabajo y estás dispuesto a perder media hora para recorrer los últimos 10 kilómetros. Conclusión: «La gente trabaja una buena parte del día para pagar el viaje al trabajo» (Ivan Illich).

Quizá puedas decir: «Al menos, así escapamos del infierno de la ciudad una vez terminada la jornada laboral». En esas estamos: esa es la admisión. «La ciudad» se percibe como un «infierno», y sólo se piensa en escapar de ella o en trasladarse a provincias, mientras que durante generaciones la gran ciudad, objeto de asombro, era el único lugar en el que merecía la pena vivir. ¿Por qué este cambio? Por una razón: el coche ha hecho inhabitable la gran ciudad. Lo ha convertido en algo apestoso, ruidoso, asfixiante, polvoriento y atascado hasta el punto de que la gente ya no quiere salir por la noche. Así que, como los coches han matado a la ciudad, necesitamos coches aún más rápidos para escapar por las autopistas hacia suburbios aún más lejanos. Impecable circularidad: dennos más coches para escapar de los estragos que causan los coches.

De ser un artículo de lujo y una fuente de privilegios, el coche ha pasado a ser objeto de una necesidad vital: lo necesitamos para escapar del infierno urbano del automóvil. Para la industria capitalista, la partida está ganada: lo superfluo se ha convertido en necesario. Ya no es necesario persuadir a la gente que quiere un coche: su necesidad está escrita en el estado de las cosas. Es cierto que pueden surgir otras dudas cuando vemos la huida motorizada por los ejes de escape: entre las ocho y las nueve y media de la mañana, entre las cinco y media y las siete de la tarde y, los fines de semana, durante cinco o seis horas, los medios de escapada se extienden en procesión, parachoques contra parachoques, a la velocidad (en el mejor de los casos) de un ciclista y en una gran nube de gasolina con plomo. Qué queda cuando, como era inevitable, el límite de velocidad en las carreteras se limita precisamente a la que puede alcanzar el turismo más lento.

Después de matar a la ciudad, el coche mata al coche

Un resultado justo: después de haber matado a la ciudad, el coche mata al coche. Después de prometer a todo el mundo que iríamos más rápido, la industria automovilística acaba con el resultado rigurosamente predecible de que todo el mundo va más lento que el más lento de todos, a una velocidad determinada por las simples leyes de la dinámica de fluidos. Y peor aún: inventado para permitir a su propietario ir a donde quiera, a la hora y a la velocidad que elija, el coche se convierte, de entre todos los vehículos, en el más servicial, aleatorio, imprevisible e incómodo: por muy extravagante que sea la hora de salida, nunca se sabe cuándo los atascos le permitirán llegar. Estás pegado a la carretera (la autopista) tan inexorablemente como el tren a sus vías. No es posible detenerse de forma inesperada, al igual que un viajero de ferrocarril, y es necesario, al igual que un tren, avanzar a una velocidad determinada por los demás. En resumen, el coche tiene todos los inconvenientes del tren -más unos cuantos que le son específicos: vibraciones, dolores, peligro de colisión, necesidad de conducir el vehículo- sin ninguna de sus ventajas.

Y sin embargo, dirán ustedes, la gente no coge el tren. Pues bien, ¿cómo iban a hacerlo? ¿Han intentado alguna vez ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Ivry a Le Tréport? ¿O de Garches a Fontainebleu? ¿O de Colombes a Isle Adam? ¿Han probado, en verano, los sábados o los domingos? ¡Pues inténtenlo, ánimo! Verán que el capitalismo automovilístico lo ha previsto todo: en el momento en que el coche iba a acabar con el automóvil, ha hecho desaparecer las alternativas: una forma de hacer obligatorio el coche. Así, el Estado capitalista primero permitió que se deterioraran las conexiones ferroviarias entre las ciudades, sus suburbios y su cinturón verde, y luego las eliminó. Sólo las conexiones interurbanas de alta velocidad, que compiten con el transporte aéreo por su clientela burguesa, han encontrado el favor de sus ojos. El aerotrén, que podría haber puesto la costa de Normandía o los lagos de Morvan al alcance de los domingueros parisinos, servirá para ahorrar quince minutos entre París y Pontoise y para verter en sus terminales a más viajeros saturados de velocidad de los que podrá acoger el transporte urbano. ¡Eso es progreso!

La verdad es que nadie puede elegir: no somos libres de tener o no un coche porque el mundo suburbano está diseñado en torno a él, e incluso, cada vez más, el mundo urbano. Por eso, la solución revolucionaria ideal, que consiste en suprimir el automóvil en favor de la bicicleta, el tranvía, el autobús y el taxi sin conductor, ya no es aplicable en ciudades de autopista como Los Ángeles, Detroit, Houston, Trappes o incluso Bruselas, que han sido modeladas por y para el automóvil. Estas ciudades están fragmentadas, se extienden a lo largo de calles vacías donde los edificios son todos iguales y donde el paisaje urbano (desierto) significa: «Estas calles están hechas para ir lo más rápido posible del lugar de trabajo a casa y viceversa. Uno pasa, no se queda. Todo el mundo, una vez terminado su trabajo, no puede hacer otra cosa que quedarse en casa, y cualquiera que se encuentre en la calle al anochecer debe ser considerado sospechoso de planear algún asunto turbio. En varias ciudades estadounidenses, pasear por las calles de noche se considera un delito.

Entonces, ¿hemos perdido la partida? No, pero la alternativa al coche sólo puede ser global. Porque para que la gente renuncie a su coche, no basta con ofrecerle medios de transporte público más cómodos: es necesario que no se pueda transportar en absoluto, porque se sienta a gusto en su barrio, en su municipio, en su ciudad a escala humana, y que disfrute yendo y viniendo del trabajo a pie o, como mínimo, en bicicleta. Ningún transporte rápido y escapista podrá compensar la infelicidad de vivir en una ciudad inhabitable, de no estar en casa en ningún sitio, de pasar el tiempo allí sólo para trabajar o, por el contrario, para aislarse y dormir. «Los usuarios romperán las cadenas del transporte dominante cuando empiecen a amar su isla de tráfico como un territorio, y a temer alejarse de ella con demasiada frecuencia», escribe Illich. Pero, precisamente, para poder amar «el propio territorio», primero habrá que hacerlo habitable y no circulable: el barrio o la comuna deben volver a ser el microcosmos conformado por y para todas las actividades humanas, donde la gente trabaja, vive, se relaja, aprende, se comunica, retoza y gestiona el entorno de su vida en común. Cuando se le preguntó una vez qué haría la gente con su tiempo después de la revolución, cuando se aboliera el despilfarro capitalista, Marcuse respondió: «Destruiremos las grandes ciudades y construiremos otras nuevas. Eso nos mantendrá ocupados durante un tiempo».

Podemos imaginar que estas nuevas ciudades serán federaciones de comunas (o barrios), rodeadas de cinturones verdes donde los habitantes de la ciudad -y especialmente los «escolares»- pasarán varias horas a la semana cultivando los productos frescos necesarios para su subsistencia. Para sus desplazamientos diarios, dispondrán de toda una serie de opciones de transporte adecuadas para una ciudad de tamaño medio: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis eléctricos sin conductor. Para los desplazamientos de mayor envergadura en el campo, así como para el transporte de los huéspedes, se pondrá a disposición de todos un parque de coches comunitarios en los garajes locales. El coche ya no será necesario. Todo habrá cambiado: el mundo, la vida, la gente. Y no habrá ocurrido por sí solo.

Mientras tanto, ¿qué podemos hacer para conseguirlo? En primer lugar, nunca hay que considerar el problema del transporte de forma aislada, sino vincularlo siempre al problema de la ciudad, la división social del trabajo y la compartimentación que ésta ha introducido entre las distintas dimensiones de la existencia: un lugar para trabajar, otro para «vivir», un tercero para abastecerse, un cuarto para aprender, un quinto para disfrutar. La ordenación del espacio continúa la desintegración del hombre que comenzó con la división del trabajo en la fábrica. Corta al individuo en rodajas, corta su tiempo, su vida, en rodajas bien separadas para que en cada una seas un consumidor pasivo entregado indefenso a los mercaderes, para que nunca se te ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal pueden y deben ser una misma cosa: la unidad de una vida, sostenida por el tejido social de la colectividad.


Texto publicado originalmente en la revista Le Sauvage en el número de septiembre-octubre de 1973, traducido de la versión en línea en La Rotative.

10 mitos sobre movilidad urbana (10/10): se necesitan grandes inversiones para el cambio de modelo

Con esta entrada terminamos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


Este es el último post de la serie «10 mitos sobre movilidad urbana». Con este post, pues, nos despedimos. A lo largo de estos meses he ido recibiendo varios comentarios. Algunos de vosotros me habéis dicho que las lecturas os han resultado de un gran sentido común. Y me alegra que así sea, puesto que refrescar el sentido común y no olvidarnos de él es un buen antídoto para no desfallecer ante las dificultades que los cambios entrañan; porque me gustaría subrayar que todos los aspectos que se han tratado en la serie son cuestiones con las que nos confrontamos en nuestro día a día, ante técnicos o políticos que afirman justamente lo contrario. Y demasiado a menudo se afirma sin argumentación alguna pero sentando cátedra, ya sea por la fuerza del tono de voz con el que se habla, por el cargo que se ostenta o por el peso de los años acumulados. Precisamente por esta combinación entre falta de argumentación y gran convicción es por lo que he etiquetado de «mitos» a las distintas afirmaciones que tan a menudo se escuchan y que he sintetizado en estos 10 posts.

Dicho esto, solo me queda añadir que el último post es un refundido de otro post que ya publiqué fuera de esta serie, en marzo de 2014, y titulado «Cambiar las reglas del juego (¡y no el tablero!)«. He pensado que, aunque un poco repetitivo, mucho de lo dicho en aquel momento encaja perfectamente en esta serie y que era necesario incorporarlo aquí para concluirla.

En concreto, este último post no hace referencia al qué, sino al cómo. Es decir, ¿cómo realizamos el necesario cambio de modelo de movilidad para que el coche tenga un peso significativamente menor? La respuesta es clara: el cambio no debe producirse a través de una larga lista de nuevas infraestructuras para el transporte colectivo, reconstruir calles para crear plataformas únicas y ensanchar aceras o diseñar nuevos bulevares con vistosos carriles bici. Contrariamente, y en sintonía con el propio concepto de sostenibilidad, resulta capital que las actuaciones a realizar aprovechen y amorticen las calles hasta el final de su vida útil, haciendo una prudente gestión de los recursos heredados.

Cambiar las reglas del juego (¡y no el tablero!). Sobre el mismo tablero pueden jugarse partidas muy distintas. Ilustración: Ricard Efa (http://gmbtz.blogspot.com)

Por lo tanto, tenemos que dejar de lado el antiguo paradigma que nos obliga a que toda transformación del espacio público deba realizarse a través de proyectos de obra civil. Evidentemente, ante problemas infraestructurales de las calles debemos seguir ejecutando obras -dignas y duraderas. Pero reconozcamos que los problemas infraestructurales de nuestras calles ya no están en las primeras posiciones de la agenda urbana de nuestro país. Y que el reto de reducir la motorización urbana -que sí que es uno de nuestros principales retos contemporáneos- depende sobre todo de actuaciones que cambien la gestión que hacemos de las infraestructuras heredadas. En concreto, estaríamos hablando de:

1. Implementar medidas de gestión que reduzcan el atractivo del use del coche y favorezcan a los modos no motorizados y el transporte colectivo. Fundamentalmente podríamos contemplar la tarificación del aparcamiento (véase este post anterior) y la regulación semafórica para dar prioridad a los modos de transporte que nos interesan (véase este post anterior donde se cuestiona la regulación de intersecciones). 0 también otras medidas como podrían ser a titulo de ejemplo: permitir la circulación de bicicletas en el sentido opuesto a los vehículos motorizados en toda la trama urbana secundaria y sin necesidad de un carril especifico (permitido en otros países, y seguramente en breve también será posible en España), modificar y oponer sentidos de circulación para evitar tráfico de paso en calles secundarias, otorgar la prioridad al peatón en ciertas calzadas, permitir el juego y otras funciones urbanas en las calzadas de calles claramente residenciales sin necesidad de construir plataformas elevadas (únicamente a través de la señal S-28 establecida en el código de circulación), etc.

2. Transformar las calzadas a través de mobiliario urbano y pintura. Nueva York, San Francisco y Los Ángeles [2] están mostrando desde hace 5 años valiosísimos ejemplos de este tipo de intervenciones físicas -bautizadas por algunos como lighter&quicker&cheaper (véase este post anterior). Obsérvese en las imágenes adjuntas que tienen un gran potencial para transformar la habitabilidad de las calles y cuestionar el papel del coche en el espacio público, dado que con estas medidas se pueden suprimir cordones de aparcamiento y carriles de circulación para convertirlos en espacios de estancia para las personas, ensanchamientos de aceras, carriles bici o carriles bus. Cabe subrayar, por último, que no se trata de actuaciones efímeras; baste el ejemplo de Times Square en Nueva York, por donde pasan 350.000 personas al día y lleva 6 años transformado únicamente con pintura y mobiliario urbano. ¡Muchas de nuestras calles no habrán visto pasar por ellas esa cantidad de personas ni a la mitad de su vida útil!

Times Square y Meatpacking District en Nueva York, San Jose/Guerrero Park en San Francisco (fuente: sfpavementtoparks.sfplanning.org), y Sunset Triangle Plaza en Los Ángeles (fuente: inhabitat.com).

Ahora bien, la necesidad de actuar de esta manera no es tan solo por coherencia con el concepto de sostenibilidad, sino que estas medidas de gestión y flexibles tienen un carácter estratégico. Dado que recortar el statu quo del coche no goza de un amplio consenso social, no podemos ir con el lirio en la mano y pensar que semejante tarea será fácil. Contrariamente, necesitamos una estrategia persuasiva y flexible que permita comenzar a construir un firme consenso social hacia el cambio — y no solo de manera esporádica e inconexa como tantas veces sucede. Y, precisamente, estas medidas flexibles constituyen buena parte de la estrategia. Esto es lo que se desarrolla ampliamente en el post inicialmente citado y que aquí no vamos a repetir.

En cualquier caso, esta manera de proceder resulta interesante y necesaria. Interesante porque estas medidas tienen el potencial de transformar significativamente el modelo de movilidad y la habitabilidad de las ciudades. Si no tuvieran el potencial de servirnos para alcanzar los retos urbanos contemporáneos no haría falta que habláramos de ellas. Y resultan necesarias porque si el único camino para alcanzar los retos que tenemos delante fuera a través de grandes inversiones astronómicas (para líneas de metro, tranvías flamantes, calles peatonales adoquinadas o nuevos bulevares), entonces solo nos quedaría el «apaga y vámonos». Pero no es así, y hay mucho por hacer.

[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]

10 mitos sobre movilidad urbana (9/10): la movilidad es una cuestión eminentemente técnica

Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


Hablamos de un campo, la movilidad, que se ha revestido de gran complejidad y hasta de cierta «cientificidad» a través de modelos de simulación del tráfico, análisis coste/beneficio, estándares dotacionales y estudios de demanda. Todo ello con gran profusión de datos numéricos, extensos anejos y gráficos que muestran informaciones de todo tipo. Ante tanta complejidad, pues, ¿quién es el valiente que se atreve a opinar? Parece que este sea un tema sobre el que sólo los algoritmos y los cálculos de capacidad puedan proponer y pontificar.

Pero nada más lejos de lo que debería ser. La movilidad urbana se da sobre un recurso finito y colectivo: el espacio público. Y la decisión sobre a qué modos de transporte (peatones, bicis, transporte colectivo y coches/motos) y a qué usos urbanos (movilidad, juego, encuentro, paseo, etc.) destinamos este recurso finito y colectivo tiene bien poco de técnico y mucho de ideológico. ¿O es que alguien piensa que un algoritmo es capaz de decirnos si una calle debe ser para que los niños jueguen? ¡Afortunadamente no!

Ilustración: Ricard Efa http://gmbtz.blogspot.com

Por ejemplo, detrás de cualquier decisión sobre la peatonalización de una calle casi no se encuentran argumentos técnicos. Estas decisiones resultan ser sobre todo una decisión ideológica o política. Una apuesta, digámosle estratégica, sobre qué debe ser esa calle. Y así debe ser. 0 mejor dicho: la decisión sobre cómo y para quién deben ser las calles es una cuestión que concierne al conjunto de la sociedad y que tiene una naturaleza profundamente ideológica. La técnica viene después, una vez ya se ha tornado la decisión realmente importante, para perfilar un sin fin de detalles: regulación de los vehículos de mercancías, acceso de los vehículos de los residentes, pavimentos de urbanización, etc.

Lo mismo podríamos decir respecto del papel que debe tener el transporte colectivo en las calles. Crear un espacio especifico para el transporte colectivo ahí donde el viario está congestionado por los coches es una apuesta estratégica para favorecer un modo sobre otro. Y esta es la decisión ideológica. La técnica vendría después para decidir si debe ser un carril bus o un doble carril, con paradas dobles o simples, para el diseño de las intersecciones o hasta para decidir si seria conveniente un sistema de trolebús o un tranvía.

De hecho, uno de los pocos criterios técnicos que podrían entrar en juego a la hora de decidir para quién deben ser las calles resulta ser un aspecto de tanto sentido común que no parece ni que sea una cuestión técnica: cada unidad de automóvil ocupa 10 m2 y en seguida consume el espacio público disponible sin aportar una gran capacidad para transportar personas. Pero precisamente esta cuestión de naturaleza técnica (aunque básica) estamos continuamente pasándola por alto.

Demostración de la ocupación del espacio público por parte de los distintos modos de transporte. Fuente: Diagonal per a tothom / Plataforma pel Transport Públic

Ante esta competencia entre modos de transporte y usos urbanos para el acceso a un recurso finito, debemos tener claro que lo que damos a unos resulta siempre en detrimento de los otros; y que no es posible mejorar las condiciones de unos sin empeorar las condiciones de los otros. Por lo tanto, el discurso políticamente correcto que pretende hacer una ciudad más habitable sin molestar a los conductores, haciendo contentos a todos, es totalmente falaz. Y para tener claro a quién le damos y a quién le quitamos debemos responder a preguntas que nada tienen que ver con la sofisticación y el hermetismo de las herramientas habitualmente usadas por los profesionales del transporte: ¿cómo queremos que sean las calles de nuestros pueblos y ciudades? ¿Qué entendemos por pueblos y ciudades con una gran calidad de vida?

En parte, el marco legal viene a dar respuesta a estas preguntas, dado que establece que la calidad de vida significa no superar ciertos umbrales de contaminación del aire y contaminación acústica, reducir el número de muertos y heridos por accidentes, etc. Pero la sociedad puede ir más allá de las líneas mínimas establecidas en el marco legal, puesto que este aún no ha abordado problemáticas urbanas como la expulsión de los niños del espacio público, la inseguridad ciudadana en espacios urbanos desprovistos de vitalidad o la erosión de los vínculos emotivos de las personas con nuestros entornos urbanos.

Sin embargo, los estudios al uso que realizan generalmente los profesionales, ¿están en sintonía con estas preocupaciones? ¿Están en sintonía con los reto fijados por el marco legal? Si nos fijamos, por ejemplo, en la mayoría de análisis coste-beneficio sobre infraestructuras viales (utilizados para evaluar la idoneidad entre diferentes alternativas de actuación) veremos que a menudo otorgan mayor valor monetarizado a los hipotéticos ahorros de tiempos que a la contaminación atmosférica. Sorprende, entonces, que un aspecto como el ahorro de tiempo en la red vial, que solo beneficia en torno al 5% de la población [1], esté ponderado con un peso mayor que la calidad del aire, que afecta al 100% de la población. Por no decir que ninguna ley fija los umbrales máximos de tiempos para desplazarse entre dos puntos, mientras que el marco legal sí que establece umbrales máximos de contaminación por motivos de salud pública. Por lo tanto, muchos de estos análisis toman un posicionamiento que no sólo tiene poco de técnico y mucho de ideológico (como sería priorizar el tiempo a la calidad del aire), sino que además se pasan por alto los argumentos ideológicos que deberían usar -y que en primera instancia no deben ser los que más les gusten a los técnicos, sino los que se desprenden del marco legal vigente.

¿Y qué decir sobre los modelos de simulación de tráfico? Primeramente, es necesario señalar que las herramientas que los profesionales utilizamos no deberían preocuparse por satisfacer escenarios de demanda futura, construidos casi tendencialmente a partir de las pautas observadas hoy; la planificación tiene que responder al modelo de movilidad que se quiere lograr, el cual tiene que ser -no puede ser de otra manera- uno que garantice el logro del marco legal vigente. Esta afirmación no significa que la demanda actual se tenga que obviar (dado que muestra los déficits más importantes y puede indicar prioridades de actuación), sino que pretende poner de manifiesto la jerarquía de criterios: si no se antepone el modelo de movilidad para condicionar la demanda, entonces resulta que la demanda -a través de determinar las infraestructuras y servicios a crear- acaba por configurar el modelo de movilidad y, consecuentemente también, el modelo urbano y territorial.

Los modelos de simulación son esclavos de la demanda y sus extrapolaciones tendenciales. Por lo tanto, lo que nos dicen siempre está en gran sintonía con lo heredado, porque es de la única manera que saben obrar estas herramientas, que no tienen ni idea de cómo predecir un futuro que introduzca grandes cambios en las acciones a realizar. De hecho, nadie sabe cómo predecirlo, puesto que necesitaríamos una bola de cristal de la que no disponemos. Pero los retos del marco legal vigente nos obligan a grandes cambios y a dejar de lado la política de meros parches. De aquí que la planificación no pueda ser solo una tarea de rigor, sino sobre todo una tarea propositiva -mezcla de intuición y atrevimiento. Por lo tanto, los modelos de simulación no nos sirven para decirnos qué tenemos que hacer, sino que nos tendrían que servir para testar intuiciones estratégicas que pongamos sobre la mesa.

En conclusión: que no nos espanten las sofisticadas herramientas de los especialistas del transporte y la movilidad. Entre otras cosas, porque por mucho que se sofistiquen con funciones matemáticas de todo tipo para afinar aspectos microscópicos o intentar adivinar comportamientos de desplazamientos y repartos modales, estas herramientas tampoco se escapan de servir a una determinada ideología, preocupación o visión del mundo. De hecho, estas herramientas heredadas son poco transparentes en confesar que su visión del mundo se centra en la fluidez del tráfico. Y están diseñadas como una fortaleza donde se resguardan los técnicos, sirviendo a la vez para acallar a los demás; porque la sofisticación -que no el rigor- acalla. Hasta el punto que nos hemos pensado que la movilidad es una cuestión eminentemente técnica. ¿Dónde está el vecino que se atreva a oponerse a lo que diga un profesional con su modelo de simulación o análisis coste-beneficio? Puesto que, claramente, estas herramientas están al servicio de una visión, seamos honestos, digamos cuál es nuestra visión (crear un espacio público atractivo para las personas, y pensando desde la justicia social, la salud pública y el medio ambiente) y construyamos las herramientas para ello. Y puestos a ser honestos, construyamos esta vez herramientas transparentes pensadas no para acallar, sino para dar pie a debates fructíferos [2].

Debemos tener claro que el propio hecho de querer mover más y más coches es una opción ideológica, no técnica. Y la importancia capital que ha tenido en el urbanismo el objetivo de mover coches no ha sido sólo una mera cuestión de discurso, sino también de grandes inversiones de dinero público para derribar barrios y construir vías rápidas y circunvalaciones, levantar scalextrics, construir pasos subterráneos para peatones que no interfieran en el trafico de coches, etc.

Sin embargo, a diferencia del pasado, el objetivo actual es poco simplón y mucho más complejo. Ya no se trata simplemente de mover coches, sino de compatibilizar justicia social y sostenibilidad con garantizar el derecho a la accesibilidad. Y, como ya se ha dicho mas arriba, para dar cumplimiento a este objetivo se debe responder a preguntas fundamentales, a las que las herramientas del pasado ni dan ni pretender dar respuesta: ¿cómo satisfacer la necesidad de desplazamientos de una forma eficaz, confortable y segura? ¿Cómo lo hacemos de manera compatible con el atractivo y la vitalidad de nuestras calles para crear pueblos y ciudades dónde la gente desee vivir (sin que unos necesiten escapar el fin de semana a una segunda residencia y otros se resignen a quedarse en el lugar habitual)?

Y como sucede con tantas otras cuestiones que se pretenden técnicas y asépticas, las respuestas a estas preguntas no pueden estar en manos exclusivas ni de los técnicos ni de sus herramientas -sean cuales sean-, sino del conjunto de la sociedad [3]. Precisamente por esto, la movilidad es una cuestión eminentemente ideológica.


[1] Estimación propia para conocer el porcentaje de población afectada por la congestión vial en el área metropolitana de Barcelona. Realizada en base al estudio: ABADIA, X. y PINEDA, M. La congestión en los corredores de acceso a Barcelona, Barcelona, Fundación RACC, 2007, 61 p.

[2] Véase, por ejemplo, la propuesta metodológica que desarrollamos para la evaluación de infraestructuras de transporte a escala regional en el capitulo 4 de NAVAZO, M. (2011) «Hacia un plan de infraestructuras que cumpla con la legislación», Boletín Ciudades para un Futuro más Sostenible n°50.

[3] En el post publicado el 2014 y titulado «Cambiar las reglas del juego (¡y no el tablero!)» exponía una estrategia de cambio basada en la experimentación y la participación ciudadana, con el objetivo de construir consensos colectivos sobre qué y cómo deben ser las calles.


La serie termina con la entrada 10/10: se necesitan grandes inversiones para el cambio de modelo.

10 mitos sobre movilidad urbana (8/10): tarificar el uso del coche acentúa las desigualdades sociales

Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


En el fondo de la afirmación que encabeza esta post se encuentra la preocupación por cómo perseguir la equidad social desde una política de movilidad. En este sentido, primeramente es necesario subrayar que, por una parte, la movilidad conlleva grandes impactos sociales y ambientales y, por otra parte, que la movilidad necesita como soporte un recurso colectivo -el espacio público. Así, pues, teniendo en cuenta ambos aspectos, parece necesario que a la hora de monetarizar la movilidad nos movamos entre dos polos: la subvención (encubierta o no) y la tarificación.

Personalmente afirmaría que el dinero público debe destinarse principalmente a aquellos modos de transporte que todas las personas puedan utilizar o a aquellos modos que aporten beneficios al 100% de la población. Para huir de la subjetividad respecto que significa beneficios, entenderíamos por beneficio colectivo aquello que persiga alcanzar los retos del marco legal – en el caso de la movilidad, fundamentalmente en términos ambientales y de salud pública. Así, pues, lejos de este concepto sobre aquello que debe ser subvencionable quedarían las autovías gratuitas (entendidas generalmente como una inversión pública), el aparcamiento gratis, las tasas reducidas en los carburantes o los «planes Renove» para la compra de automóviles, puesto que son subvenciones que benefician a unos pocos, pero con costes negativos para todos porque incentivan más desplazamientos en coche. Además, como los recursos económicos son finitos, cuando subvencionamos al coche lo hacemos en detrimento de invertir en el resto de modos de transporte, que son los que precisamente nos pueden permitir alcanzar los retos del marco legal vigente.

Ilustración: Ghent/Singer (www.andysinger.com)

Reconozcamos que si cada día realizamos en coche unos cuantos millones de desplazamientos urbanos de menos de 3 km (distancia idónea para los modos no motorizados) es en gran parte «gracias» a los subsidios otorgados al coche, como por ejemplo la gratuidad del aparcamiento en muchos lugares. Así, mientras la subvención (encubierta o no) al coche solo beneficia a los conductores e induce un uso mayor, su tarificación puede conseguir una racionalización que beneficie al colectivo: menos accidentes, contaminación, congestión, etc.

Así, pues, y volviendo al inicio: ¿cómo perseguir la equidad social desde una política de movilidad? La respuesta es clara: invirtiendo para volver lo más competitivos posibles (en términos de rapidez, seguridad y confort) a los modos más universales y sostenibles de desplazamiento. Si el andar, la bicicleta y el transporte colectivo se vuelven competitivos, entonces en muchos casos el coche deja de ser la única opción atractiva y, por lo tanto, la elección del coche puede dejar de ser distintiva de una determinada renta económica. Mientras el coche aparece como la única opción competitiva ya sabemos quién usa el transporte colectivo o la bicicleta. Sin embargo, en las ciudades con una buena oferta para las bicicletas o el transporte colectivo el perfil de sus usuarios es diverso en género, edad, renta económica, etc. Parecen aquí muy oportunas las palabras del exalcalde de Bogota, Enrique Peñalosa, cuando decía «una ciudad avanzada no es aquella en la que los pobres puedan moverse en carro [coche], sino una en la que incluso los ricos utilizan el transporte público».

Por lo tanto, no se trata de subvencionar el coche. Ni tampoco se trata de subvencionar los trayectos en coche dónde las alternativas nunca podrán ser ni rentables ni beneficiosas (los costes ambientales y sociales de estos desplazamientos tampoco pueden ocultarse, sino que deben ser bien patentes para que no se fomenten). Ni tan solo se trata de subvencionar únicamente a las personas que no pueden costearse lo que implica tener un coche (compra, aparcamiento, seguros, talleres, carburantes, etc.). Se trata, como ya se ha dicho, de hacer bien patentes los costes de los desplazamientos y, si fuera necesario, subvencionar a aquellos modos universales y sostenibles.

Ciertamente, siempre podrá haber un uso del coche para mostrar o aparentar un cierto status social -tan falso o verdadero como cualquier otra construcción de status social. Sin embargo, este tipo de uso del coche no nos tiene que preocupar en exceso, porque cada uno se gasta el dinero en aquello que quiere: unos en ir al teatro, otros en ir en coche. Lo importante es asegurar que — siempre que sea deseable desde una perspectiva social, ambiental y económica- llegar a un lugar sea igual o mas competitivo hacerlo en los modos más sostenibles que en coche. El derecho que se debe garantizar es el de la accesibilidad (véase el primer post de esta serie), y si este derecho está garantizado no debe importamos demasiado que alguien quiera gastarse el dinero para llegar en coche, aunque esto resulte menos competitivo. Aún debería preocupamos menos si su tarificación internalizara los costes ambientales y sociales y, por lo tanto, quién lo usara sin necesidad estuviera también sujeto a pagar por estos costes.

Ilustración: Andy Singer (www.andysinger.com)

Imaginemos un símil con la educación pública y privada: si la educación pública ofrece la misma calidad que la educación privada, entonces no debe preocupamos que alguien apunte a sus hijos a una escuela privada por el hecho que ofrezcan clases de equitación. La equitación no forma parte del derecho a la educación, sino que es una construcción cultural sobre el status social a ojos de algunos, los cuales pueden gastarse su dinero como les antoje. El problema comienza cuando los centros públicos resultan de peor calidad que los privados en aquello que concierne al derecho a la educación.

En definitiva, y para responder al titulo que encabeza este post: ¿tarifar el coche acentúa las desigualdades sociales? Personalmente veo muy razonable y necesario tarifar el uso de un bien con impactos sociales y ambientales para racionalizar su uso. Recordemos que hasta pagamos por bienes de primera necesidad (agua, comida o energía) para racionalizar su uso y hacer aflorar el concepto de necesidad en los hábitos de consumo de estos bienes. En este mismo sentido, la tarificación del uso del coche debe hacer aflorar el concepto de necesidad con el objetivo de restringir su uso lo máximo posible a los casos necesarios. Es decir, la tarificación debe ayudar a restringir el uso del coche a aquellos trayectos en que difícilmente pueda existir una alternativa deseable en términos ambientales, sociales y económicos -ya sea por motivos de horario del desplazamiento, orígenes y destinos, transporte de mercancías personales, movilidad reducida, etc. Además, el destino del dinero recaudado por la tarificación del uso del coche puede destinarse en parte a financiar los modos más sostenibles y universales, lo que se convierte en un argumento más en favor de las virtudes sociales de la tarificación del coche.

En cualquier caso, si estamos preocupados por la cohesión social, lo verdaderamente importante es asegurar que no fallen los sistemas públicos y universales, puesto que si esto sucede es cuando se acentúan las desigualdades sociales: si la salud publica es deficiente, solo están bien atendidos los que pueden pagarse una sanidad privada; si la educación pública no es de calidad, sólo consiguen una buena formación los que se la pueden pagar. Pues exactamente igual sucede con la movilidad pública (y/o universal). Es decir, lo que verdaderamente acentúa las desigualdades sociales es que fallen los modos universales de desplazamiento: cuando ir en bicicleta constituye una actividad de riesgo para la vida, ir a pie es incómodo o hasta imposible para algunas personas, y coger los transportes colectivos resulta una clara desventaja en tiempo respecto del coche, entonces solo resulta atractivo el desplazamiento para aquellos que pueden costearse tener un coche (movilidad privada). Evidentemente, que los modos no motorizados sean atractivos y competitivos no solo tiene que ver con las aceras y calzadas que diseñamos, sino sobre todo con el modelo urbano y territorial que vamos construyendo -en términos de frenar la dispersión y lejanía, para apostar por la compacidad y cercanía.

Ivan Illich, como siempre, va mas allá y afirma que todo modo de transporte que rebase una cierta velocidad (que el sitúa entorno a las velocidades propias de la bicicleta) no puede «sino pisotear la equidad». No vamos a resumir aquí su interesante obra Energía y equidad, pero valgan como invitación a su lectura las siguientes afirmaciones: «[…] pasada la barrera crítica de la velocidad en un vehículo, nadie puede ganar tiempo sin que, obligadamente, lo haga perder a otro. […] Al rebasar cierto límite de velocidad, los vehículos motorizados crean distancias que solo ellos puede reducir. Crean distancias a costa de todos, luego las reducen únicamente en beneficio de algunos«.

En definitiva, perseguir la equidad social en las políticas de movilidad significa buscar el modelo que más garantías de igualdad entre las personas pueda comportar. Pero que nadie exija que desde la movilidad, sea cual sea la política que se implemente, se solucione el hecho de vivir en una sociedad caracterizada por las desigualdades e injusticias sociales. Mientras vivamos en sociedades desiguales, lo máximo que podrán conseguir las políticas de movilidad es aportar un granito de arena para no acentuar aún más los desequilibrios existentes. De hecho, nuestro sistema de transportes basado en grandes aportaciones de energía exógena ya produce en sí mismo grandes injusticias a escala global, siendo las más paradigmáticas las relacionadas con los conflictos bélicos para el acceso a los recursos petrolíferos del planeta.

Ilustración: Andy Singer (www.andysinger.com)

En conclusión, si nos preocupa la cohesión y la justicia social en relación a la movilidad, deberíamos abordar aspectos de gran calado que van mas allá del modelo infraestructural para cuestionar también el modelo energético y territorial. En este contexto más amplio, la tarificación del coche parece ser tan solo la punta más visible del iceberg.


La serie continúa: 10 mitos sobre movilidad urbana (9/10): la movilidad es una cuestión eminentemente técnica.

Anteproyecto de reforma de C/ Murrieta ya disponible para consulta y propuestas de mejora

Breve: el Ayuntamiento de Logroño, tras anunciarlo vía videoconferencia a varias asociaciones de vecinos y colectivos, ha liberado los planos del anteproyecto de reforma de la C/ Murrieta, como podemos leer en varios medios de comunicación.

La información completa que aporta el Ayuntamiento se puede ver en la web Logroño Calles Abiertas: información anteproyecto de reforma C/ Murrieta, marzo de 2021. Igualmente, el resto de actuaciones de Logroño Calles Abiertas están disponibles en la web del Ayuntamiento para este conjunto de acciones.

Les adjuntamos los planos, que pueden también obtener en la propia web citada, para su referencia.

Desde este colectivo esperamos poder emitir comentarios y propuestas de mejora durante el plazo que acaba de empezar.

10 mitos sobre movilidad urbana (7/10): los estándares de aparcamiento y de congestión vial

Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


¿Y qué tienen de mito los estándares de aparcamiento o los niveles de servicio para medir la congestión vial? Por sí solos evidentemente no tienen nada de mito. Pero lo que está mitificado es el uso que se les da, presentándolos envueltos de un aire de neutralidad o cientificidad que nada tiene que ver con sus implicaciones ni su propia naturaleza.

Cuando planificamos un desarrollo urbanístico generalmente se diseña la capacidad del viario y de sus intersecciones garantizando una buena fluidez (niveles de servicio C o D), y comprobando que éstos no se congestionarán más allá de un determinado número de horas al año… ¡A menudo en un horizonte de 20 o 30 años! Y en base a estos estándares se diseña el número de carriles, el diámetro de las rotondas, la naturaleza de los giros a la izquierda, etc. Pero es necesario reconocer que estos estándares de congestión del viario están implícitamente apostando por un reparto modal donde el peso del coche sea elevado, de ahí que no tengan nada de neutrales o asépticos. Además, fruto de su sesgada visión del espacio público, dan fácilmente lugar a un viario sobredimensionado. Por no decir que las propias ratios de generación de viajes (asociadas a metros edificados de residencias, comercios, oficinas, etc.), y que tan a menudo se utilizan en el planeamiento urbanístico, ya conllevan generalmente en sí mismas una gran sobreestimación de desplazamientos motorizados, tal y como expone detalladamente para el caso norteamericano Adam Millard-Ball en su artículo Phantom trips. En cualquier caso, mas allá de disquisiciones metodológicas, seguramente se estará de acuerdo en que los estándares de congestión del viario construyen un viario atractivo para el coche, lo que implícita y obligatoriamente conlleva que sea un viario repulsivo para los modos no motorizados, y fácilmente también para el transporte colectivo por superficie.

Por otro lado, y en relación a los estándares mínimos de dotación de aparcamiento usados generalmente para diseñar la oferta fuera de la vía pública, también conviene una revisión crítica de su naturaleza. Sus fundamentos son significativamente débiles, puesto que resulta más que difícil trazar con precisión y rigor los motivos que han originado unos estándares u otros en particular. Donald Shoup afirma, en su extensa obra The High Cost of Free Parking, que no existe ningún texto en Estados Unidos que ahonde en los requerimientos de dotaciones que se aplican en el país. Por mucho que los estándares se presenten como valores «científicos» (¡a menudo hasta con dos decimales!), no hay ninguna teoría a explicar: los estándares son los que son. Las ciudades han adoptado estos requisitos por copia de las demás ciudades o acogiéndose a recomendaciones publicadas por el Institute of Transportation Engineers (ITE). Ahora bien, el autor pone luz a las recomendaciones del ITE manifestando que se basan en estudios de casos de un universo muy reducido (a veces un único ejemplo), realizados en zonas de baja densidad, con aparcamientos gratuitos y con difícil acceso en modos distintos al coche. No hace falta ahondar aquí en el daño que han hecho estas ratios al extenderse por todo el país, produciendo un círculo vicioso al aplicarse como si de una especie de diez mandamientos se tratara. En cualquier caso, lo que aquí nos interesa subrayar es que también los estándares mínimos de aparcamiento están implícitamente apostando por una cuota elevada del coche.

Ejemplo de nuevo desarrollo reciente. Aún no hay ningún edificio, pero ya hay mucho establecido: cordón de aparcamiento a lado y lado; diseño de intersecciones que evita que los giros de vehículos puedan restar capacidad al viario desde el que se gira gracias al retranqueo de los pasos de peatones (que se apartan de la trayectoria natural de los peatones, hasta el punto que ni se visibilizan en la calle de la derecha); todas las calles diseñadas como la de la foto, es decir sin ninguna jerarquía ni diseño de moderación del tráfico, de manera que la bicicleta circulará por unas calzadas lejanas a sus necesidades.

Aunque cabe reconocer que las ratios utilizadas en nuestro entorno son sensiblemente diferentes a las norteamericanas, difícilmente se puede pensar que no están sujetas a los mismos interrogantes esenciales: ¿en base a qué decidimos las necesidades de aparcamiento? ¿Únicamente en base a la superficie construida? ¿Tenemos en cuenta la densidad del entorno, el precio del aparcamiento y la existencia de alternativas al coche? ¿Es necesario disponer de ratios para que sean aplicadas como un mandamiento pretendidamente «científico» e indiscutible? Y lo más importante: ¿cómo respondemos a la necesidad de cambio modal a través de la estandarización de dotaciones de aparcamiento?

Una buena tentativa de respuesta al establecimiento de estándares con objetivos de cambio modal lo constituye el ejercicio realizado hace ya 20 años en la publicación La regulación de la dotación de plazas de estacionamiento en el marco de la congestión (Pozueta, Sanchez-Fayos, Villacañas, 1995). En ésta se propone, a través de un caso práctico en Madrid, la elaboración de estándares máximos de aparcamiento calculados en base a los objetivos de reparto modal que se quieren alcanzar en dos zonas distintas de la ciudad. Obsérvese que en este caso los estándares de aparcamiento no son mínimos, sino máximos, con el objetivo de evitar la proliferación incontrolada de plazas y, por lo tanto, incidir en el reparto modal. A la inversa, la imposición de estándares mínimos de aparcamiento en los nuevos desarrollos urbanísticos fácilmente actúa como un subsidio más a la movilidad en vehículo privado, sin ofrecerse ningún aliciente a aquellos que usan otros modos de transporte (Shoup, 2005).

En definitiva, las necesidades de aparcamiento deben ser un resultado, relativamente directo, del reparto modal que deseemos alcanzar. Así, pues, las dotaciones deben formar parte de una estrategia global de estimulo de los modos mas sostenibles y disuasión del coche que aporte garantías para conseguir un reparto modal preestablecido. Y no debemos temer que al eliminar los estándares de dotaciones mínimas no esté asegurado el aparcamiento de bicicletas o coches, puesto que estas necesidades estarán aseguradas por el propio reparto modal que se fije como objetivo; reparto modal que -por cierto- no debería ser tendencial respecto lo observado en los últimos años, sino modélico.

Un reparto modal modélico viene a querer decir que en los nuevos desarrollos la cuota modal del coche sea significativamente menor que la media del ámbito de referencia en el que se inserta el nuevo desarrollo. En este sentido, sirva de ejemplo inspirador la ciudad norteamericana de Cambridge, que en el año 2006 aprobó una ordenanza municipal que obliga a que todo nuevo desarrollo no residencial consiga una cuota modal del coche 10 puntos por debajo respecto la última encuesta realizada en el municipio [1]. La normativa -a diferencia de normas de otros países que tratan sobre la movilidad generada por los nuevos desarrollos- no fija una larga lista de aspectos a tratar, sino que establece simple y llanamente el objetivo primordial de reparto modal. Y son los promotores quienes tienen que diseñar la estrategia para lograrlo -estrategia que el ayuntamiento establece que debe considerar tanto medidas de estímulo de los modos más sostenibles, como de disuasión del coche. Además, los promotores también tienen que presentar anualmente al Ayuntamiento el resultado de las encuestas que están obligados a realizar a sus usuarios, para verificar que se cumple con el objetivo de reparto modal año tras año.

De hecho, podríamos decir que nos encontramos ante dos maneras radicalmente opuestas de planificar: la primera es la que parte de los estándares de congestión y dotaciones de aparcamiento (es decir, la más familiar en nuestro contexto). Planificando así se asegura que la movilidad en coche presente una elevada competitividad y, a su vez, el resto de modos de transporte se relegan a meras alternativas en muchos casos residuales, puesto que el espacio público ya se ha diseñado atractivo para el coche. En definitiva, esta opción tiene un aire de neutralidad por el hecho de usar estándares; pero recordemos que esos estándares llevan aparejada una elevada cuota modal de uso del coche.

Para más inri, esta manera de planificar cuenta desde hace alguna década con una novedad que no podemos eludir: la penetración del discurso de la sostenibilidad. Lo lamentable es que la sostenibilidad ha sido entendida por muchos no como un necesario cambio de las metodologías a usar, sino como algo que debe adicionarse a las antiguas formas de hacer. Por lo tanto, ahora seguimos planificando con los estándares mencionados pero con el añadido de tener que construir infraestructuras y/o servicios para el transporte colectivo, la bicicleta y el peatón. Independientemente de si van a ser usados o no. Y esta manera de proceder produce fácilmente una sobre dotación de oferta que esta claramente más cerca del despilfarro de recursos que de la sosteniblidad. Por poner un ejemplo (verídico): si diseñamos un equipamiento en el extremo de un municipio con un aparcamiento de dimensiones tales que permite que todos sus usuarios lleguen en coche hasta el, ¿también tenemos que prolongar los servicios de autobuses para decir que somos sostenibles? ¿Sin tomar medida alguna para asegurarnos que el autobús no circule vacío? ¿No deberíamos replantear radicalmente la capacidad del aparcamiento en paralelo a la propuesta de un servicio de transporte colectivo?

Tendríamos que tener claro que el concepto de sostenibilidad no quiere decir poner al alcance de las personas diferentes maneras de desplazarse. Ésta puede ser una condición necesaria, pero no suficiente. La sostenibilidad exige un paso mas, comportando que nos aseguremos -a través de como diseñamos la competitividad de los distintos modos- que las personas optan por los modos mas sostenibles de desplazamiento. Por lo tanto, la combinación de estrategias de estimulo y disuasión (véase el post anterior) es una condición no solo necesaria para conseguir el trasvase modal desde el coche hacia el resto de modos, sino también para asegurar que no creamos una sobredotación de oferta y, por lo tanto, un despilfarro en el uso de los recursos.

En cambio, una segunda manera de planificar se definiría entorno a la metodología que erige el establecimiento de un reparto modal en el centro del proceso de planificación, y de la cual ya hemos citado ejemplos como la ordenanza de Cambridge o el ejercicio académico en relación a dos barrios madrileños (Pozueta, Sanchez-Fayos, Villacañas, 1995). Esta metodología no contempla a los modos más sostenibles como meras alternativas que se tienen en consideración después de haber diseñado el espacio para los coches. Al contrario, integra la necesidad de combinar estrategias de estímulo de los modos más sostenibles y de disuasión de uso del coche para conseguir el reparto modal objetivo que se haya predeterminado.

Lo mas curioso del caso es que planificar con metodologías heredadas del pasado nos ha llevado a un escenario donde los manuales de diseño del viario están por encima de los Boletines Oficiales que publican el marco legal aprobado por los Parlamentos. Así, pues, esos estándares de congestión del viario, que nacieron como simples recomendaciones para guiar la planificación, han acabado por convertirse en cánones que los planificadores creen que deben garantizar por encima de todo. ¡¡¡Incluso por encima del marco legal!!! De hecho, el caso de los estándares de aparcamiento es aún más grave porque se han transformado en norma de obligado cumplimento en muchos municipios, regiones o estados.

Sea como sea, ante la planificación de un nuevo desarrollo, lo que generalmente sucede es que primero se consulta el manual, se diseña todo siguiendo al máximo posible los estándares que este dicta, y después uno recuerda que hay una normativa ambiental y de salud publica a cumplir. Y se estudia qué parches o añadidos se pueden incorporar para encajar (o hacer ver que se encaja) aquello ya diseñado. Aunque sea con calzador. Debería ser al revés: primero asegurar que cumpliremos lo mejor posible con los retos del marco legal vigente, y posteriormente ver como lo encajamos (¡o no!) con unos manuales de diseño que establecen meras recomendaciones.

Ilustración de Ricard Efa

Resulta curioso que sea necesario recordar que, mientras existen decretos que exigen no sobrepasar umbrales de contaminación o accidentalidad, no existe ninguna norma que prohíba que una rotonda supere el nivel C de fluidez. Eso es simplemente una pauta establecida por un manual, cuya función es simplemente ofrecer recomendaciones genéricas. Y los manuales no han sido redactados por representantes votados por la ciudadanía; ni han pasado por un tramite que incluya un proceso de información pública; ni han sido aprobados en nuestros Parlamentos; ni tampoco hace falta que así sea, porque un manual es simplemente eso: un manual. Y como tal deberíamos usarlo.

Mención aparte merecen los estándares de dotación de aparcamiento, que -como ya hemos mencionado más arriba- demasiado a menudo han saltado de los manuales para incorporarse a la normativa vigente de planes urbanísticos, o a decretos autonómicos sobre urbanismo. En estos casos, la cuestión adquiere mayor problemática dado su carácter normativo. Pero no por eso debemos dejar de tener claro que estas normas tienen que cambiar para atender a los retos del presente y dejar de responder a preocupaciones del pasado -es decir, a la fluidez y facilidad de circular en coche.

Y también podríamos tener claro que las Leyes y Reales Decretos sobre calidad del aire o ruido son jerárquicamente superiores a planes municipales urbanísticos y a decretos autonómicos sobre urbanismo. Ahora bien, reconozcamos que apelar a la superioridad jerárquica de las normas para saltarse la aplicación de estándares de aparcamiento establecidos en normas de rango inferior no es una cuestión de fácil proceder, puesto que para afirmar que así garantizaríamos los umbrales de calidad del aire necesitaríamos una «bola de cristal» que ningún planificador posee. Saltarse los estándares de aparcamiento de la normativa urbanística en aras de normativas ambientales de rango superior siempre admitiría una larga discusión, mientras que la aplicación de unos estándares dotacionales es una cuestión que no lleva a ninguna confusión: o se aplican (y se cumple la norma vigente) o no se aplican (y, sin lugar a dudas, se incumple una norma, aunque sea de rango inferior a otra que puede resultar incumplida).

En conclusión: dejando de lado los casos donde la norma obliga al uso de unos estándares determinados, lo cierto es que -aún y sin norma de obligado cumplimiento- existe una gran atracción por seguir utilizando los estándares de dotaciones y de congestión vial en la practica cotidiana de la profesión. Y esto es así no solo porque facilitan enormemente el trabajo sino porque también dan un aire de «cientificidad», y hasta de «neutralidad», que aporta seguridad a los que tienen que defender las decisiones que se toman. Precisamente, frente a esta metodología de trabajo caracterizada por la meticulosidad de unos estándares que hasta se miden con decimales, el enfoque del reparto modal aquí propuesto puede seguramente parecer vago. Sin embargo, cabe decir que a veces puede ser que being roughly right is better than being precisely wrong [2].

[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]


[1] Véase el web oficial de la ordenanza municipal: http://www.cambridgema.gov/CDD/Transportation/fordevelopers/ptdm.aspx

[2] Podría traducirse por «actuar de manera aproximadamente correcta es mejor que incorrectamente con precisión.»

REFERENCIAS:

Millard-Ball, A. (2014): Phantom trips, Access Magazine, University of California Center on Economic Competitiveness.

Pozueta, J.; Sanchez-Fayos, T.; Villacafias, S. (1995): La regulacion de la dotacion de plazas de estacionamiento en el marco de la congestion, Cuadernos de Investigacion Urbanistica, Madrid. http ://www.aq.upm. es/Departamentos/Urbanismo/public/ciu/pdfciu7/ciu7.pdf

Shoup, D. (2005): The high cost of free parking, American Planning Association, Chicago.


La serie continúa: 10 mitos sobre movilidad urbana (8/10): tarificar el uso del coche acentúa las desigualdades sociales.

10 mitos sobre movilidad urbana (6/10): no hay más demanda para los modos sostenibles

Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


¡Cuántas veces no habremos oído que no hay suficientes ciclistas o usuarios del transporte colectivo para invertir en estos modos de transporte! Reiteradamente, la falta de demanda se convierte en el argumento principal para frenar actuaciones como la creación de un carril bici o la mejora de servicios de transporte colectivo. Y, al mismo tiempo, la vistosa demanda de movilidad en coche (¡vistosa porque fácilmente crea congestión!) ha servido y sigue sirviendo de acicate para invertir en infraestructuras para el coche.

Y si bien ciertamente en muchos casos puede que no exista suficiente demanda para crear o mejorar un servicio de transporte colectivo, esto difícilmente sucede en entornos con el viario congestionado. Sin embargo, en entornos congestionados también se siguen frenando actuaciones en favor de la bicicleta o el transporte colectivo con el argumento de que no hay suficiente demanda. No entraremos aquí a definir que se debe entender por congestión vial, sabiendo de antemano que se trata de un concepto difuso y usado generalmente con gran subjetividad; puesto que tanto puede hacer referencia a una cola de quince coches que no es absorbida en un único ciclo semafórico (esto los conductores lo acostumbramos a considerar todo un atasco… iy también muchos técnicos de tráfico!), como puede hacer referencia a una retención en una autopista metropolitana que aumente el tiempo de trayecto en un 50% o más.

Sea como sea, detrás del mito que se trata en este post está la siguiente creencia: la demanda de movilidad en coche es fija e inmutable, siendo afectada únicamente por variaciones tendenciales. Pero esto ya se ha demostrado repetidamente que no es así, sino que la demanda depende muy significativamente y en primera instancia de la oferta. Es decir, si se construye una nueva infraestructura para los coches resulta que la mera variación tendencial no se cumple porque aparecen nuevos usuarios por el propio hecho de haberla construido. Y es lógico que así sea, puesto que si se mejoran las posibilidades de desplazamiento entre dos puntos las personas y mercancías empiezan a contemplar ese desplazamiento como una buena opción (para ir a trabajar, para ir a vivir, etc.), a pesar de que previamente no lo fuera. Esto es lo que se conoce como la inducción de demanda de las infraestructuras [1]. Pero también sucede el efecto contrario: la inhibición de demanda [2]. Es decir, hay que esperar que una reducción de capacidad de la red conduzca a una supresión de tráfico de magnitud similar, de forma que los impactos de las reducciones de capacidad no comportan grandes caos circulatorios -tal y como se podría pensar en primera instancia y como siguen prediciendo la mayoría de modelos de simulación de tráfico al uso.

Se constata, pues, que las personas adquieren diferentes estrategias de desplazamiento (uso de diferentes medios de transporte, cambios de horarios de los desplazamientos, reducción de los desplazamientos a realizar, etc.) dependiendo de la oferta de modos de transporte al alcance, observándose que una mayor oferta viaria provoca la aparición de nuevo trafico (inducción) y una reducción de capacidad viaria provoca una desaparición (inhibición).

Y esto no sólo sucede con la movilidad en coche, sino que también se observa repetidamente en la movilidad en bici, en transporte colectivo o a pie. Por lo tanto, la movilidad de personas nada tiene que ver con la planificación de flujos hidráulicos, dónde la cantidad de agua que llueve es una variable totalmente independiente de si construimos más o menos pantanos, canales o tuberías. Contrariamente, la cantidad de personas que se desplazan en coche, transporte colectivo, bici o a pie depende muy significativamente de las vías o espacios que construyamos para un modo de transporte u otro. Así, pues, los planificadores de la movilidad no debemos ser meros esclavos de la demanda observada y sus variaciones tendenciales, sino agentes propositivos de cambio cuando el contexto así lo requiere -como seria el caso del actual marco legal.

En definitiva, afirmar que no hay suficiente demanda para los modos más sostenibles, al menos en entornos con el viario congestionado, sólo podría afirmarse si se considera (falsamente) fija la demanda de movilidad en coche. Sin embargo, si se considera variable (tal y como la realidad se empecina en mostramos), entonces tiene que estar claro que la futura demanda de los modos más sostenibles debe obtenerse del coche.

Ilustración: Ricard Efa (http://gmbtz.blogspot.com)

Y para conseguir este transvase modal no podemos apelar a la consciencia ambiental o social de las personas, sino que es necesario volver los modos sostenibles más competitivos que el coche; como mínimo en aquellos flujos que la gran demanda existente está congestionando el viario. Y, por lo tanto, invertir en ellos aún y la aparente falta de demanda de ciclistas o usuarios del bus -que no es falta de demanda, sino demanda latente. Esto seria justamente lo contrario, por ejemplo, a planificar seis nuevas vías de alta capacidad en la Región Metropolitana de Barcelona aprobadas el año 2010 y que, afortunadamente, la crisis ha paralizado -de momento. De hecho, si algún síntoma expresa la congestión vial no es una falta de capacidad vial sino un déficit de competitividad de las alternativas al coche. Es decir, cuanto menos competitivas sean las alternativas, más elevada será la congestión vial; y viceversa.

Pero debe estar claro que el objetivo no es -tal y como demasiado a menudo parece que sea- aumentar el número de ciclistas o usuarios del transporte colectivo, sin importar si se trata de nuevos desplazamientos generados o de desplazamientos que antes ya se realizaban en otros modos sostenibles. El objetivo es el trasvase de usuarios desde el coche hacia los demás modos. Por este motivo, no es únicamente necesario estimular los modos más sostenibles (estrategias pull), sino también actuar explícitamente para disuadir el use del coche (estrategias push).

Esta necesaria combinación de estímulo y disuasión para garantizar el trasvase modal desde el coche (y evitar un absurdo trasvase entre los modos más sostenibles) contiene un aspecto interesante al hilo de las inversiones en los modos mas sostenibles: las inversiones que hagamos para los modos mas sostenibles no deberían basarse en la construcción de nueva infraestructura, sino sobre todo en la reconversión de la infraestructura hoy destinada a los coches. Es decir, conversión de carriles de circulación y aparcamiento en carriles bici, carriles bus o aceras; conversión de carriles convencionales de circulación en carriles de cohabitación coche/bici; regulación semafórica que penalice la movilidad en coche para priorizar el confort de los peatones o la velocidad comercial de los autobuses; etc.

En conclusión, seguramente la pretendida falta de demanda viene de la mano de aquellos que únicamente están dispuestos a crear nueva oferta para los modos mas sostenibles, sin renunciar ni un ápice a la oferta destinada al coche: carriles bici sobre las aceras, mera compra de autobuses sin mejorar la velocidad comercial del sistema, peatonalizacion de calles asociadas a construcción de grandes parkings subterráneos, etc. Sin embargo, si actuamos disuadiendo uno y estimulando otros, ya se verá si falta o no demanda. Y, en cualquier caso, si no hubiere suficiente demanda para crear nueva oferta de los modos más sostenibles, disuadiendo el use del coche siempre se conseguirá un aumento de la demanda de los modos más sostenibles que consiga hacerlos más rentables (social, ambiental y económicamente). Cuestión, por cierto, más que necesaria en muchos pueblos y ciudades.

[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]

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[1] Bibliografía sobre el efector inductor de demanda:

SACTRA. Trunk roads and the generation of traffic, Londres, Department of Transport, 1994. 242 p.

VTPI. Victoria Transport Policy Institute. Rebound effects. Implications for transport planning [en lineal Fecha de consulta: 3 de septiembre de 2013. Disponible en: . 2013.

Na:SS, P.; SKOU, M. y STRAND, A. Traffic forecasts ignoring induced demand: a shaky fundament for coste-benefit analyses [en lineal Fecha de consulta: 3 de septiembre de 2013.

DFT. Department for Transport. Variable demand modelling-overview, unit 2.9.1. [en lineal Fecha de consulta: 3 de septiembre de 2013. Disponible en: . 2006.

Kenworthy, J. 2012. ‘Don’t shoot me I’m only the transport planner (apologies to Sir Elton John).» World Transport Policy and Practice 18 (4): 6-26.

[2] Véase la obra más conocida y de referencia respecto la inhibición de tráfico:

CAIRNS, S.; HASS-KLAU, C. y GOODWIN, P. Traffic Impact of Highway capacity reductions: assessment of the evidence, London, Landor Publishing, 1998. 261 p.


La serie continúa: 10 mitos sobre movilidad urbana (7/10): los estándares de aparcamiento y de congestión vial.

Los beneficios que perdemos cuando se talan árboles porque ‘molestan’

Eliminación de arbolado en Cala del Moral, Málaga.
CMR Rincón de la Victoria, Author provided

Ángel Enrique Salvo Tierra, Universidad de Málaga y Antonio Flores Moya, Universidad de Málaga

Resulta paradójico que los árboles que nos acompañan en la ciudad a veces suelen ser motivo de conflictos vecinales, urbanísticos o de otras diversas razones.

Un ejemplo palmario ha ocurrido recientemente: en la Cala del Moral (Málaga) se han talado o extraído, de forma inapropiada, 80 árboles de más de treinta años, entre otros moreras, que precisamente dan nombre a la localidad.

El informe técnico municipal es un buen ejemplo de las arbitrarias razones para actividades tan agresivas, en un entorno en el que la crisis climática hace aún más vulnerable a sus pobladores y la necesidad de árboles es un antídoto de extrema urgencia.

Los seis argumentos recogidos bajo el título ¿Por qué es necesario el cambio de elementos vegetales? bien pudiera constituir una declaración de inviabilidad del arbolado urbano. En detalle:

  1. La interferencia y afección con servicios urbanos. Ocultación de semáforos y señales de tráfico que generan problemas de seguridad vial, deterioro y permanente aspecto de suciedad del pavimento, invasión de tuberías y pozos de alcantarillado, obstaculización de alumbrado público que generan problemas de seguridad vial por crear zonas oscuras.
  2. La interferencia y afección a propiedades y derechos privados. Ocupación de fachadas y balcones con pérdida de visibilidad, ocultación de fachadas y rótulos de establecimientos comerciales y obstaculización de la luz solar en ventanas y balcones.
  3. La afección al tráfico de vehículos de cierto tamaño. Autobuses y camiones se ven obligados a circular alejados del bordillo, invadiendo en ocasiones el carril contrario.
  4. El problema de la limpieza. La caída de hojas y frutos obliga a una mayor frecuencia en el servicio de limpieza ocasionando un mayor coste a las arcas municipales. Además, a menudo, esas hojas contribuyen a obstruir las tuberías de alcantarillado.
  5. El problema sanitario. La cercanía de los árboles a las viviendas y locales trasladan las plagas y enfermedades propias de este tipo de árboles a los vecinos.
  6. El coste económico. Aumento de los costes económicos derivados de las podas específicas de estos árboles, así como la limpieza del pavimento.

Los árboles no son los culpables

Eliminación de arbolado en Cala del Moral, Málaga.
CMR Rincón de la Victoria, Author provided

Si consideramos en su integridad este argumentario, parece evidente que árbol y ciudad pudiesen ser incompatibles. Si fuese así, ciudades como Tampa (EEUU), Singapur (República de Singapur) u Oslo (Noruega) no tendrían más del 25 % de su casco urbano cubierto con árboles. Tampoco tendría sentido que muchas ciudades del planeta lleven a cabo planes de plantación de árboles como planificación urbanística para mitigar la crisis climática.

Parece obvio que, de todas aquellas razones, no son los árboles los responsables, sino la inadecuada planificación urbanística de finales del pasado siglo XX. Un fenómeno que hoy, en plena pandemia, amenaza con reproducirse con un resurgimiento del urbanismo feroz.

¿Seguiremos anclados en tratar las aceras con lujosas y frágiles solerías costosas de reemplazar, negados a crear túneles de servicios para la canalización conjunta de cableados, tuberías, etc.? ¿Seguiremos dispuestos a construir minialcorques, sin considerar que las raíces tienen que respirar? ¿Seguiremos empeñados en permitir la supremacía del tráfico en la ordenación del territorio urbano?

Las acciones para serenar la tiranía del tráfico y los planes de movilidad sostenible que incluya, entre otras medidas, la ampliación de aceras para favorecer alineaciones de árboles constituyen opciones básicas para el desarrollo futuro de ciudades más verdes.

¿Por qué plantar más árboles en la ciudad?

Existen, al menos, ocho razones para disponer de árboles en las ciudades:

1. Producen oxígeno y secuestran CO₂ (hasta 150 kg por año y árbol). También purifican el aire mediante la absorción de gases que agravan la crisis climática y son dañinos para la salud humana, como el dióxido de nitrógeno, dióxido de azufre y monóxido de carbono. También retienen partículas de polvo en suspensión, muchas de ellas alérgenas, y emiten fitoncidas microbianos.

2. Actúan como refrigerantes naturales. Pueden disminuir la temperatura entre 2 y 8 ℃ en arboledas urbanas por su efecto de sombreado, de agitación de hojas y de provisión de humedad por evapotranspiración. Un arbolado en torno a un edificio reduce las necesidades de aire acondicionado en un 30 % y ahorra entre un 20 y un 50 % de calefacción. Disminuyen los efectos de la isla de calor urbano, con reducción de la temperatura interna nocturna en las ciudades o de los movimientos de aire por las corrientes de convección internas.

3. Evitan el exceso de escorrentías. Actúan mediante retención, filtración y almacenamiento de agua de lluvia, proveyendo a los acuíferos subterráneos y protegiendo ante lluvias torrenciales de inundaciones y pérdidas de suelo. Además, contribuyen a la amortiguación del impacto de otros desastres naturales, cada vez más frecuentes.

4. Protegen de los rayos solares. Son efectivos especialmente en el caso de las radiaciones ultravioletas más dañinas. Además, tamizan la luz intensa y los destellos generados por las superficies lisas y brillantes de las edificaciones.

5. Las alineaciones de arbolado actúan como pantallas frente la contaminación acústica. Puede reducirla más de 10 decibelios.

6. Mantienen la biodiversidad indispensable para el equilibrio del ecosistema urbano. Proporcionan refugio y alimento a los organismos, siendo de especial importancia para los insectos polinizadores y las aves insectívoras (control natural de mosquitos, entre otros).

7. Aumentan el confort ambiental, la calidad de vida y la sociabilidad. Suponen una oportunidad para la sensibilización ambiental y educación para la sostenibilidad. Tienen, en consecuencia, efectos muy importante sobre la salud tanto física como mental de los ciudadanos (descienden la presión arterial y el estrés). El paisaje creado por el arbolado urbano supone el embellecimiento de la ciudad, con el consiguiente valor añadido para su economía (una vista arbolada desde una vivienda aumenta su valor en un 20 %), además de otros servicios culturales y espirituales.

8. Los servicios ecosistémicos del arbolado urbano generan importantes beneficios económicos. Se estima que cien hectáreas (equivalente a 100 campos de fútbol) de superficie arbolada producen unos beneficios ambientales valorados en más de un millón de euros. Por otro lado, una doble alineación viaria de 50 árboles de 15 m de altura genera, por sus servicios ecosistémicos, unos beneficios anuales de 13 000 euros, que repercuten directamente en la economía del vecindario.

Especies urbanas: de la morera al laurel

Es evidente que el arbolado urbano requiere de unas exigencias básicas que obligatoriamente deben tenerse en cuenta: suficiente distancia a fachadas y a pavimentos duros, alcorques amplios y seguros, suelo que permita el desarrollo de las raíces y la absorción de agua y nutrientes.

Aunque se les considere ensuciadoras, las especies caducifolias son más eficientes en la termorregulación urbana y las de hojas rugosas absorben más partículas en suspensión.

El top 13 de especies recomendadas para el medio urbano, por sus elevados servicios ecosistémicos y positivo balance ambiental, podría ser: el almez, el falso pimentero, el jacarandá, la paulonia, el tilo, el plátano de paseo, el olmo, el álamo, el árbol del amor, el magnolio, el arce, la morera y la catalpa.

Por su parte, arbustos como el laurel, el mirto, el madroño, el durillo y la thuja pueden proveer también de excelente calidad ambiental y paisajística. Además, se adaptan bien a viales estrechos, evitando conflictos vecinales o comerciales.The Conversation

Ángel Enrique Salvo Tierra, Profesor de Botánica y Planificación y Ordenación Territorial, Universidad de Málaga y Antonio Flores Moya, Catedrático de Botánica, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

10 mitos sobre movilidad urbana (5/10): prohibir los coches es la solución

Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


A veces, para desacreditar a aquellos que queremos reducir la presencia y velocidad de los automóviles, hay quién afirma que lo que queremos es prohibir los coches. Estas voces dan vida al mito según el cual acabar con el coche es el único camino de futuro. Todo un mito -que difícilmente nadie se cree- creado seguramente para ridiculizar una apuesta de cambio.

Ilustración: Ricard Efa (http://gmbtz.blogspot.com)

Prohibir el coche significaría que en la red viaria otorgamos a los coches cero capacidad y cero accesbilidad, escenario más que burdo y poco creíble. Esto seria lo que, en palabras más técnicas, vendría a decir el mito que encabeza este post. Sin embargo, el reto actual no es eliminar los coches. Tal y como ya se expuso en un post anterior, el principal reto actual consiste en conseguir que haya un número de automóviles en circulación que permita que el coche aporte al sistema de transportes sus virtudes, sin sobrepasar aquel umbral de coches a partir del cuál éste se vuelve ineficaz (por las congestiones que fácilmente origina) y a partir del cual sus impactos negativos se expresan con fuerza (en términos de inseguridad vial, contaminación, etc.). Y para no sobrepasar el mencionado umbral es necesario, entre otros aspectos, otorgar a la red vial de coches una baja capacidad y accesibilidad-que no cero.

En relación a la capacidad hay que señalar que, aunque durante muchos años los planificadores han estado obsesionados por augmentar la capacidad de la red viaria para los coches, ¿cuál es el motivo para querer ofrecer una alta capacidad? En entornos de elevada demanda de movilidad, el coche no puede canalizar los flujos de manera eficiente y es necesario apostar por los modos que no congestionan fácilmente sus propias infraestructuras; por lo tanto, se debe destinar poco espacio del viario al coche, y la mayoría del espacio debe destinarse a conseguir que los otros modos sean fiables en tiempo, seguros y confortables. Y, en el escenario opuesto, en entornos de baja demanda de movilidad, no es necesario diseñar un viario con alta capacidad para el coche, precisamente por la baja demanda de movilidad. Por lo tanto, en ambos casos, es innecesario e indeseable otorgar una gran capacidad para los coches en el viario.

En relación a la accesibilidad, fundamentalmente debemos dejar de planificar redes de calles isótropas para el tráfico de coches, y jerarquizar el viario para que sólo una minoría de las calles canalicen los principales flujos de coches. Sería la idea que Collin Buchanan ya expuso en los años 60 en sus obra Traffic in towns y que aún cuesta de ver implementada en nuestras ciudades. Esta idea base para la moderación del tráfico no significa prohibir la circulación de coches, sino modificar los itinerarios por dónde éstos circulan, dejándonos de preocupar porque siempre sean los caminos más cortos posibles. Por lo tanto, reducir la accesibilidad del coche en la trama urbana no significa prohibir el acceso a los vehículos de carga y descarga, emergencia, personas con movilidad reducida, ni tampoco a cualquier otro automóvil. ¿Y cuántas veces no se ataca a las propuestas para volver las calles más habitables afirmando que la gente no va a poder llegar a sus casas en coche? ¡¡¡O que no van a poder entrar las ambulancias o los bomberos!!! Tamaña insensatez se sigue oyendo de boca de técnicos una y otra vez ante propuestas de cambio, resultando demasiado a menudo un obstáculo a los procesos de transformación.

Debemos pasar del escenario de la izquierda, donde los itinerarios para coches disfrutan de una gran accesibilidad y acostumbran a seguir el camino más corto, al escenario de la derecha, donde se reduce la accesibilidad en coche. Como el espacio público es finito, y lo que se da a unos es en detrimento de otros (y viceversa), la principal virtud de este cambio es que nos permite que sean los modos más sostembles los que aumenten su accesibilidad y reduzcan las distancias recorridas. Fuente: www.copenhagenize.com

En definitiva, prohibir la circulación de coches sería una receta muy simplona en comparación con la complejidad que requiere volver compatible el coche con la vida urbana, sin expulsar o erosionar significativamente fenómenos que deberían ser eminentemente urbanos y definidores del hecho urbano: niños jugando en las calles, gente charlando, vecinos tomando el fresco, etc.

Pero para ello no solo es necesario rebajar la capacidad y la accesibilidad de los coches en la red viaria, sino que también es necesario que las calles se diseñen otorgando al coche el papel de invitado del espacio público, evitando fomentar el papel de anfitrión que se le ha estado dando repetidamente [1].

El coche como invitado. A diferencia de la mayoría de nuestras calles, en una calle como ésta (Groninga, Países Bajos) el coche no es el anfitrión del espacio público ni expulsa el resto de funciones urbanas. Contrariamente, se adapta a ellas. Existen múltiples diseños (más baratos o más caros) para conseguirlo, y éste es tan solo un ejemplo. Foto: Alfonso Sanz.

En conclusión, en el post anterior afirmamos que la solución a las problemáticas urbanas relacionadas con la movilidad exigían reducir el número y la velocidad de coches en circulación. Reduciendo la capacidad se reduce el número de coches en circulación -aspecto en el que centraremos la atención en el próximo post. Reduciendo la accesibilidad con esquemas como los propuestos por la moderaci6n del trafico y diseñando las calles para que el coche sea más un invitado que un anfitrión se consigue reducir las velocidades de circulación. Y estas medidas poco tienen que ver con la burda idea de hacer desaparecer los coches de nuestros pueblos y ciudades.

[1] Véase NAVAZO, M. (2012) «El cotxe a la ciutat: d’amfitrio a convidat», en Documents de Treball, Serie Medi Ambient n° 6 «Mobilitat Tova», Diputació de Barcelona. Descarga en: http://www.gea21.com/download/1674/

[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]


La serie continúa: mito 6/10 sobre movilidad urbana: no hay más demanda para los modos sostenibles.

10 mitos sobre movilidad urbana (4/10): las nuevas tecnologías son la solución

Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:


Los problemas urbanos contemporáneos en los que la movilidad tiene una incidencia directa son más que conocidos: inseguridad vial, sedentarismo, calidad del aire, calidad acústica, consumo energético y emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente. La voluntad de querer solucionar estos problemas no es un capricho de algunos, sino que los umbrales máximos que debemos garantizar de accidentes, emisiones o niveles de ruido están establecidos por nuestro marco legal vigente.

Pero además de estos retos reconocidos por el marco legal, podríamos añadir otros retos aún no suficientemente recogidos en la normativa, aunque no por eso menos acuciantes: recuperar la autonomía en los desplazamientos (tanto de los niños y ancianos que hoy son acompañados por miedo a las calles, como de los adultos que deben convertirse en meros acompañantes), mejorar los vínculos emotivos de las personas con el entorno urbano o aumentar el atractivo de la ciudad compacta frente la ciudad difusa, por citar algunos.

Todos estos son los problemas urbanos en los que la planificación de la movilidad debe fijarse. Y, demasiado a menudo, se pretende dar respuesta a estos problemas urbanos fundamentalmente en base a la aplicación de las nuevas tecnologías o con la fe puesta en futuros desarrollos tecnológicos. Así es como entran en escena coches eléctricos, pavimentos sonoreductores, sensores y aplicativos para conocer a tiempo real la existencia de plazas libres de aparcamiento, semáforos computarizados para reducir la congestión vial, nuevos filtros para tubos de escape, combustiles «ecofriendly»…y un sin fin de chismes y artefactos para no dormir.

Bienvenidos sean todos ellos -unos más que otros. Pero siempre y cuando las hojas no nos impidan ver el bosque. Y el bosque es el conjunto de retos planteados al inicio; todos ellos. Por lo tanto, no tendría que hacer falta decir que todas estas nuevas tecnologías pueden mejorar algunas de las problemáticas citadas, pero no todas ellas. El coche eléctrico podrá tener algunas virtudes; pero provocará los mismos accidentes, ocasionará los mismos niveles de miedo y sedentarización en la población, y restará atractivo a la ciudad como lugar para ser habitado de la misma manera que lo hace el coche de gasolina. E igualmente podríamos ir diciendo del resto de inventos tecnológicos.

Claramente, la única receta que consigue mejorar todas las problemáticas urbanas relacionadas con la movilidad es mucho menos compleja que todos estos nuevos artilugios, tiene poco de novedosa y resulta ser de un sentido común abrumador: es necesario reducir el número y la velocidad de los coches en circulación.

Ilustración: Ricard Efa (http://gmbtz.blogspot.com)

Esto sí que tiene el potencial de cambiar radicalmente el escenario urbano y solucionar el conjunto de los retos planteados. Y no conlleva la pérdida de calidad de vida, como algunos dirán -imbuidos bajo algún que otro mito. Contrariamente, esta receta conlleva un necesario trasvase modal hacia los modos de transporte que ahorran tiempo, accidentes y contaminación; es decir, todo aquello que podemos fácilmente asociar con una mayor calidad de vida.

Reconozcamos que el mero acto de comprar algo más nuevo que ha aparecido en el mercado es un acto ordinario en nuestra sociedad de consumo. Y pensar que un acto ordinario es la clave para solucionar grandes retos es esperar demasiado del simple acto de extender un abultado cheque para adquirir un nuevo invento. Contrariamente, la solución pasa por algo que exige más valentía política y social que el acto de comprar. Porque todos sabemos que acabar con el uso abusivo del coche es una tarea que necesita de una firme decisión colectiva, más que de grandes créditos bancarios para nuevas adquisiciones e inversiones.

Así que bienvenidas las nuevas tecnologías. Pero siempre y cuando tengamos por objetivo reducir significativamente los desplazamientos en coche. Tampoco el aumento de la ratio de ocupación de los coches puede substituir el objetivo de reducir el número y la velocidad de los coches en circulación. Si bien por norma general es deseable que los vehículos motorizados optimicen su capacidad máxima de transportar personas, el incremento de la ratio de ocupación de los coches no es un objetivo capital. Aún menos si tenemos en cuenta que las ratios podrían incrementarse a costa de antiguos peatones o usuarios del transporte colectivo. Por lo tanto, solo sería interesante si se incrementara la ratio por agrupación de antiguos conductores en un único vehiculo, porque esto si que podría conducir -aunque no necesariamente- a alcanzar el objetivo primordial de reducción de los coches en circulación.

En definitiva, no parece que nos moleste mucho que las administraciones se gasten grandes cantidades de dinero en meros parches tecnológicos, olvidándose de los problemas en su globalidad y permitiendo que las nuevas tecnologías se hayan rápidamente mitificado como si de una panacea se trataran. Pero no tendría que hacer falta andar mucho camino entre microchips, wifis y catalizadores para ver que no se trata tanto de una cuestión de que nos falta sino de que nos sobra.

[Màrius Navazo; artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]


La serie continúa: 10 mitos sobre movilidad urbana (5/10): prohibir los coches es la solución