Con esta entrada terminamos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:
Este es el último post de la serie «10 mitos sobre movilidad urbana». Con este post, pues, nos despedimos. A lo largo de estos meses he ido recibiendo varios comentarios. Algunos de vosotros me habéis dicho que las lecturas os han resultado de un gran sentido común. Y me alegra que así sea, puesto que refrescar el sentido común y no olvidarnos de él es un buen antídoto para no desfallecer ante las dificultades que los cambios entrañan; porque me gustaría subrayar que todos los aspectos que se han tratado en la serie son cuestiones con las que nos confrontamos en nuestro día a día, ante técnicos o políticos que afirman justamente lo contrario. Y demasiado a menudo se afirma sin argumentación alguna pero sentando cátedra, ya sea por la fuerza del tono de voz con el que se habla, por el cargo que se ostenta o por el peso de los años acumulados. Precisamente por esta combinación entre falta de argumentación y gran convicción es por lo que he etiquetado de «mitos» a las distintas afirmaciones que tan a menudo se escuchan y que he sintetizado en estos 10 posts.
Dicho esto, solo me queda añadir que el último post es un refundido de otro post que ya publiqué fuera de esta serie, en marzo de 2014, y titulado «Cambiar las reglas del juego (¡y no el tablero!)«. He pensado que, aunque un poco repetitivo, mucho de lo dicho en aquel momento encaja perfectamente en esta serie y que era necesario incorporarlo aquí para concluirla.
En concreto, este último post no hace referencia al qué, sino al cómo. Es decir, ¿cómo realizamos el necesario cambio de modelo de movilidad para que el coche tenga un peso significativamente menor? La respuesta es clara: el cambio no debe producirse a través de una larga lista de nuevas infraestructuras para el transporte colectivo, reconstruir calles para crear plataformas únicas y ensanchar aceras o diseñar nuevos bulevares con vistosos carriles bici. Contrariamente, y en sintonía con el propio concepto de sostenibilidad, resulta capital que las actuaciones a realizar aprovechen y amorticen las calles hasta el final de su vida útil, haciendo una prudente gestión de los recursos heredados.
Por lo tanto, tenemos que dejar de lado el antiguo paradigma que nos obliga a que toda transformación del espacio público deba realizarse a través de proyectos de obra civil. Evidentemente, ante problemas infraestructurales de las calles debemos seguir ejecutando obras -dignas y duraderas. Pero reconozcamos que los problemas infraestructurales de nuestras calles ya no están en las primeras posiciones de la agenda urbana de nuestro país. Y que el reto de reducir la motorización urbana -que sí que es uno de nuestros principales retos contemporáneos- depende sobre todo de actuaciones que cambien la gestión que hacemos de las infraestructuras heredadas. En concreto, estaríamos hablando de:
1. Implementar medidas de gestión que reduzcan el atractivo del use del coche y favorezcan a los modos no motorizados y el transporte colectivo. Fundamentalmente podríamos contemplar la tarificación del aparcamiento (véase este post anterior) y la regulación semafórica para dar prioridad a los modos de transporte que nos interesan (véase este post anterior donde se cuestiona la regulación de intersecciones). 0 también otras medidas como podrían ser a titulo de ejemplo: permitir la circulación de bicicletas en el sentido opuesto a los vehículos motorizados en toda la trama urbana secundaria y sin necesidad de un carril especifico (permitido en otros países, y seguramente en breve también será posible en España), modificar y oponer sentidos de circulación para evitar tráfico de paso en calles secundarias, otorgar la prioridad al peatón en ciertas calzadas, permitir el juego y otras funciones urbanas en las calzadas de calles claramente residenciales sin necesidad de construir plataformas elevadas (únicamente a través de la señal S-28 establecida en el código de circulación), etc.
2. Transformar las calzadas a través de mobiliario urbano y pintura. Nueva York, San Francisco y Los Ángeles [2] están mostrando desde hace 5 años valiosísimos ejemplos de este tipo de intervenciones físicas -bautizadas por algunos como lighter&quicker&cheaper (véase este post anterior). Obsérvese en las imágenes adjuntas que tienen un gran potencial para transformar la habitabilidad de las calles y cuestionar el papel del coche en el espacio público, dado que con estas medidas se pueden suprimir cordones de aparcamiento y carriles de circulación para convertirlos en espacios de estancia para las personas, ensanchamientos de aceras, carriles bici o carriles bus. Cabe subrayar, por último, que no se trata de actuaciones efímeras; baste el ejemplo de Times Square en Nueva York, por donde pasan 350.000 personas al día y lleva 6 años transformado únicamente con pintura y mobiliario urbano. ¡Muchas de nuestras calles no habrán visto pasar por ellas esa cantidad de personas ni a la mitad de su vida útil!
Ahora bien, la necesidad de actuar de esta manera no es tan solo por coherencia con el concepto de sostenibilidad, sino que estas medidas de gestión y flexibles tienen un carácter estratégico. Dado que recortar el statu quo del coche no goza de un amplio consenso social, no podemos ir con el lirio en la mano y pensar que semejante tarea será fácil. Contrariamente, necesitamos una estrategia persuasiva y flexible que permita comenzar a construir un firme consenso social hacia el cambio — y no solo de manera esporádica e inconexa como tantas veces sucede. Y, precisamente, estas medidas flexibles constituyen buena parte de la estrategia. Esto es lo que se desarrolla ampliamente en el post inicialmente citado y que aquí no vamos a repetir.
En cualquier caso, esta manera de proceder resulta interesante y necesaria. Interesante porque estas medidas tienen el potencial de transformar significativamente el modelo de movilidad y la habitabilidad de las ciudades. Si no tuvieran el potencial de servirnos para alcanzar los retos urbanos contemporáneos no haría falta que habláramos de ellas. Y resultan necesarias porque si el único camino para alcanzar los retos que tenemos delante fuera a través de grandes inversiones astronómicas (para líneas de metro, tranvías flamantes, calles peatonales adoquinadas o nuevos bulevares), entonces solo nos quedaría el «apaga y vámonos». Pero no es así, y hay mucho por hacer.
[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]
Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:
Hablamos de un campo, la movilidad, que se ha revestido de gran complejidad y hasta de cierta «cientificidad» a través de modelos de simulación del tráfico, análisis coste/beneficio, estándares dotacionales y estudios de demanda. Todo ello con gran profusión de datos numéricos, extensos anejos y gráficos que muestran informaciones de todo tipo. Ante tanta complejidad, pues, ¿quién es el valiente que se atreve a opinar? Parece que este sea un tema sobre el que sólo los algoritmos y los cálculos de capacidad puedan proponer y pontificar.
Pero nada más lejos de lo que debería ser. La movilidad urbana se da sobre un recurso finito y colectivo: el espacio público. Y la decisión sobre a qué modos de transporte (peatones, bicis, transporte colectivo y coches/motos) y a qué usos urbanos (movilidad, juego, encuentro, paseo, etc.) destinamos este recurso finito y colectivo tiene bien poco de técnico y mucho de ideológico. ¿O es que alguien piensa que un algoritmo es capaz de decirnos si una calle debe ser para que los niños jueguen? ¡Afortunadamente no!
Por ejemplo, detrás de cualquier decisión sobre la peatonalización de una calle casi no se encuentran argumentos técnicos. Estas decisiones resultan ser sobre todo una decisión ideológica o política. Una apuesta, digámosle estratégica, sobre qué debe ser esa calle. Y así debe ser. 0 mejor dicho: la decisión sobre cómo y para quién deben ser las calles es una cuestión que concierne al conjunto de la sociedad y que tiene una naturaleza profundamente ideológica. La técnica viene después, una vez ya se ha tornado la decisión realmente importante, para perfilar un sin fin de detalles: regulación de los vehículos de mercancías, acceso de los vehículos de los residentes, pavimentos de urbanización, etc.
Lo mismo podríamos decir respecto del papel que debe tener el transporte colectivo en las calles. Crear un espacio especifico para el transporte colectivo ahí donde el viario está congestionado por los coches es una apuesta estratégica para favorecer un modo sobre otro. Y esta es la decisión ideológica. La técnica vendría después para decidir si debe ser un carril bus o un doble carril, con paradas dobles o simples, para el diseño de las intersecciones o hasta para decidir si seria conveniente un sistema de trolebús o un tranvía.
De hecho, uno de los pocos criterios técnicos que podrían entrar en juego a la hora de decidir para quién deben ser las calles resulta ser un aspecto de tanto sentido común que no parece ni que sea una cuestión técnica: cada unidad de automóvil ocupa 10 m2 y en seguida consume el espacio público disponible sin aportar una gran capacidad para transportar personas. Pero precisamente esta cuestión de naturaleza técnica (aunque básica) estamos continuamente pasándola por alto.
Ante esta competencia entre modos de transporte y usos urbanos para el acceso a un recurso finito, debemos tener claro que lo que damos a unos resulta siempre en detrimento de los otros; y que no es posible mejorar las condiciones de unos sin empeorar las condiciones de los otros. Por lo tanto, el discurso políticamente correcto que pretende hacer una ciudad más habitable sin molestar a los conductores, haciendo contentos a todos, es totalmente falaz. Y para tener claro a quién le damos y a quién le quitamos debemos responder a preguntas que nada tienen que ver con la sofisticación y el hermetismo de las herramientas habitualmente usadas por los profesionales del transporte: ¿cómo queremos que sean las calles de nuestros pueblos y ciudades? ¿Qué entendemos por pueblos y ciudades con una gran calidad de vida?
En parte, el marco legal viene a dar respuesta a estas preguntas, dado que establece que la calidad de vida significa no superar ciertos umbrales de contaminación del aire y contaminación acústica, reducir el número de muertos y heridos por accidentes, etc. Pero la sociedad puede ir más allá de las líneas mínimas establecidas en el marco legal, puesto que este aún no ha abordado problemáticas urbanas como la expulsión de los niños del espacio público, la inseguridad ciudadana en espacios urbanos desprovistos de vitalidad o la erosión de los vínculos emotivos de las personas con nuestros entornos urbanos.
Sin embargo, los estudios al uso que realizan generalmente los profesionales, ¿están en sintonía con estas preocupaciones? ¿Están en sintonía con los reto fijados por el marco legal? Si nos fijamos, por ejemplo, en la mayoría de análisis coste-beneficio sobre infraestructuras viales (utilizados para evaluar la idoneidad entre diferentes alternativas de actuación) veremos que a menudo otorgan mayor valor monetarizado a los hipotéticos ahorros de tiempos que a la contaminación atmosférica. Sorprende, entonces, que un aspecto como el ahorro de tiempo en la red vial, que solo beneficia en torno al 5% de la población [1], esté ponderado con un peso mayor que la calidad del aire, que afecta al 100% de la población. Por no decir que ninguna ley fija los umbrales máximos de tiempos para desplazarse entre dos puntos, mientras que el marco legal sí que establece umbrales máximos de contaminación por motivos de salud pública. Por lo tanto, muchos de estos análisis toman un posicionamiento que no sólo tiene poco de técnico y mucho de ideológico (como sería priorizar el tiempo a la calidad del aire), sino que además se pasan por alto los argumentos ideológicos que deberían usar -y que en primera instancia no deben ser los que más les gusten a los técnicos, sino los que se desprenden del marco legal vigente.
¿Y qué decir sobre los modelos de simulación de tráfico? Primeramente, es necesario señalar que las herramientas que los profesionales utilizamos no deberían preocuparse por satisfacer escenarios de demanda futura, construidos casi tendencialmente a partir de las pautas observadas hoy; la planificación tiene que responder al modelo de movilidad que se quiere lograr, el cual tiene que ser -no puede ser de otra manera- uno que garantice el logro del marco legal vigente. Esta afirmación no significa que la demanda actual se tenga que obviar (dado que muestra los déficits más importantes y puede indicar prioridades de actuación), sino que pretende poner de manifiesto la jerarquía de criterios: si no se antepone el modelo de movilidad para condicionar la demanda, entonces resulta que la demanda -a través de determinar las infraestructuras y servicios a crear- acaba por configurar el modelo de movilidad y, consecuentemente también, el modelo urbano y territorial.
Los modelos de simulación son esclavos de la demanda y sus extrapolaciones tendenciales. Por lo tanto, lo que nos dicen siempre está en gran sintonía con lo heredado, porque es de la única manera que saben obrar estas herramientas, que no tienen ni idea de cómo predecir un futuro que introduzca grandes cambios en las acciones a realizar. De hecho, nadie sabe cómo predecirlo, puesto que necesitaríamos una bola de cristal de la que no disponemos. Pero los retos del marco legal vigente nos obligan a grandes cambios y a dejar de lado la política de meros parches. De aquí que la planificación no pueda ser solo una tarea de rigor, sino sobre todo una tarea propositiva -mezcla de intuición y atrevimiento. Por lo tanto, los modelos de simulación no nos sirven para decirnos qué tenemos que hacer, sino que nos tendrían que servir para testar intuiciones estratégicas que pongamos sobre la mesa.
En conclusión: que no nos espanten las sofisticadas herramientas de los especialistas del transporte y la movilidad. Entre otras cosas, porque por mucho que se sofistiquen con funciones matemáticas de todo tipo para afinar aspectos microscópicos o intentar adivinar comportamientos de desplazamientos y repartos modales, estas herramientas tampoco se escapan de servir a una determinada ideología, preocupación o visión del mundo. De hecho, estas herramientas heredadas son poco transparentes en confesar que su visión del mundo se centra en la fluidez del tráfico. Y están diseñadas como una fortaleza donde se resguardan los técnicos, sirviendo a la vez para acallar a los demás; porque la sofisticación -que no el rigor- acalla. Hasta el punto que nos hemos pensado que la movilidad es una cuestión eminentemente técnica. ¿Dónde está el vecino que se atreva a oponerse a lo que diga un profesional con su modelo de simulación o análisis coste-beneficio? Puesto que, claramente, estas herramientas están al servicio de una visión, seamos honestos, digamos cuál es nuestra visión (crear un espacio público atractivo para las personas, y pensando desde la justicia social, la salud pública y el medio ambiente) y construyamos las herramientas para ello. Y puestos a ser honestos, construyamos esta vez herramientas transparentes pensadas no para acallar, sino para dar pie a debates fructíferos [2].
Debemos tener claro que el propio hecho de querer mover más y más coches es una opción ideológica, no técnica. Y la importancia capital que ha tenido en el urbanismo el objetivo de mover coches no ha sido sólo una mera cuestión de discurso, sino también de grandes inversiones de dinero público para derribar barrios y construir vías rápidas y circunvalaciones, levantar scalextrics, construir pasos subterráneos para peatones que no interfieran en el trafico de coches, etc.
Sin embargo, a diferencia del pasado, el objetivo actual es poco simplón y mucho más complejo. Ya no se trata simplemente de mover coches, sino de compatibilizar justicia social y sostenibilidad con garantizar el derecho a la accesibilidad. Y, como ya se ha dicho mas arriba, para dar cumplimiento a este objetivo se debe responder a preguntas fundamentales, a las que las herramientas del pasado ni dan ni pretender dar respuesta: ¿cómo satisfacer la necesidad de desplazamientos de una forma eficaz, confortable y segura? ¿Cómo lo hacemos de manera compatible con el atractivo y la vitalidad de nuestras calles para crear pueblos y ciudades dónde la gente desee vivir (sin que unos necesiten escapar el fin de semana a una segunda residencia y otros se resignen a quedarse en el lugar habitual)?
Y como sucede con tantas otras cuestiones que se pretenden técnicas y asépticas, las respuestas a estas preguntas no pueden estar en manos exclusivas ni de los técnicos ni de sus herramientas -sean cuales sean-, sino del conjunto de la sociedad [3]. Precisamente por esto, la movilidad es una cuestión eminentemente ideológica.
[2] Véase, por ejemplo, la propuesta metodológica que desarrollamos para la evaluación de infraestructuras de transporte a escala regional en el capitulo 4 de NAVAZO, M. (2011) «Hacia un plan de infraestructuras que cumpla con la legislación», Boletín Ciudades para un Futuro más Sostenible n°50.
[3] En el post publicado el 2014 y titulado «Cambiar las reglas del juego (¡y no el tablero!)» exponía una estrategia de cambio basada en la experimentación y la participación ciudadana, con el objetivo de construir consensos colectivos sobre qué y cómo deben ser las calles.
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En el fondo de la afirmación que encabeza esta post se encuentra la preocupación por cómo perseguir la equidad social desde una política de movilidad. En este sentido, primeramente es necesario subrayar que, por una parte, la movilidad conlleva grandes impactos sociales y ambientales y, por otra parte, que la movilidad necesita como soporte un recurso colectivo -el espacio público. Así, pues, teniendo en cuenta ambos aspectos, parece necesario que a la hora de monetarizar la movilidad nos movamos entre dos polos: la subvención (encubierta o no) y la tarificación.
Personalmente afirmaría que el dinero público debe destinarse principalmente a aquellos modos de transporte que todas las personas puedan utilizar o a aquellos modos que aporten beneficios al 100% de la población. Para huir de la subjetividad respecto que significa beneficios, entenderíamos por beneficio colectivo aquello que persiga alcanzar los retos del marco legal – en el caso de la movilidad, fundamentalmente en términos ambientales y de salud pública. Así, pues, lejos de este concepto sobre aquello que debe ser subvencionable quedarían las autovías gratuitas (entendidas generalmente como una inversión pública), el aparcamiento gratis, las tasas reducidas en los carburantes o los «planes Renove» para la compra de automóviles, puesto que son subvenciones que benefician a unos pocos, pero con costes negativos para todos porque incentivan más desplazamientos en coche. Además, como los recursos económicos son finitos, cuando subvencionamos al coche lo hacemos en detrimento de invertir en el resto de modos de transporte, que son los que precisamente nos pueden permitir alcanzar los retos del marco legal vigente.
Reconozcamos que si cada día realizamos en coche unos cuantos millones de desplazamientos urbanos de menos de 3 km (distancia idónea para los modos no motorizados) es en gran parte «gracias» a los subsidios otorgados al coche, como por ejemplo la gratuidad del aparcamiento en muchos lugares. Así, mientras la subvención (encubierta o no) al coche solo beneficia a los conductores e induce un uso mayor, su tarificación puede conseguir una racionalización que beneficie al colectivo: menos accidentes, contaminación, congestión, etc.
Así, pues, y volviendo al inicio: ¿cómo perseguir la equidad social desde una política de movilidad? La respuesta es clara: invirtiendo para volver lo más competitivos posibles (en términos de rapidez, seguridad y confort) a los modos más universales y sostenibles de desplazamiento. Si el andar, la bicicleta y el transporte colectivo se vuelven competitivos, entonces en muchos casos el coche deja de ser la única opción atractiva y, por lo tanto, la elección del coche puede dejar de ser distintiva de una determinada renta económica. Mientras el coche aparece como la única opción competitiva ya sabemos quién usa el transporte colectivo o la bicicleta. Sin embargo, en las ciudades con una buena oferta para las bicicletas o el transporte colectivo el perfil de sus usuarios es diverso en género, edad, renta económica, etc. Parecen aquí muy oportunas las palabras del exalcalde de Bogota, Enrique Peñalosa, cuando decía «una ciudad avanzada no es aquella en la que los pobres puedan moverse en carro [coche], sino una en la que incluso los ricos utilizan el transporte público».
Por lo tanto, no se trata de subvencionar el coche. Ni tampoco se trata de subvencionar los trayectos en coche dónde las alternativas nunca podrán ser ni rentables ni beneficiosas (los costes ambientales y sociales de estos desplazamientos tampoco pueden ocultarse, sino que deben ser bien patentes para que no se fomenten). Ni tan solo se trata de subvencionar únicamente a las personas que no pueden costearse lo que implica tener un coche (compra, aparcamiento, seguros, talleres, carburantes, etc.). Se trata, como ya se ha dicho, de hacer bien patentes los costes de los desplazamientos y, si fuera necesario, subvencionar a aquellos modos universales y sostenibles.
Ciertamente, siempre podrá haber un uso del coche para mostrar o aparentar un cierto status social -tan falso o verdadero como cualquier otra construcción de status social. Sin embargo, este tipo de uso del coche no nos tiene que preocupar en exceso, porque cada uno se gasta el dinero en aquello que quiere: unos en ir al teatro, otros en ir en coche. Lo importante es asegurar que — siempre que sea deseable desde una perspectiva social, ambiental y económica- llegar a un lugar sea igual o mas competitivo hacerlo en los modos más sostenibles que en coche. El derecho que se debe garantizar es el de la accesibilidad (véase el primer post de esta serie), y si este derecho está garantizado no debe importamos demasiado que alguien quiera gastarse el dinero para llegar en coche, aunque esto resulte menos competitivo. Aún debería preocupamos menos si su tarificación internalizara los costes ambientales y sociales y, por lo tanto, quién lo usara sin necesidad estuviera también sujeto a pagar por estos costes.
Imaginemos un símil con la educación pública y privada: si la educación pública ofrece la misma calidad que la educación privada, entonces no debe preocupamos que alguien apunte a sus hijos a una escuela privada por el hecho que ofrezcan clases de equitación. La equitación no forma parte del derecho a la educación, sino que es una construcción cultural sobre el status social a ojos de algunos, los cuales pueden gastarse su dinero como les antoje. El problema comienza cuando los centros públicos resultan de peor calidad que los privados en aquello que concierne al derecho a la educación.
En definitiva, y para responder al titulo que encabeza este post: ¿tarifar el coche acentúa las desigualdades sociales? Personalmente veo muy razonable y necesario tarifar el uso de un bien con impactos sociales y ambientales para racionalizar su uso. Recordemos que hasta pagamos por bienes de primera necesidad (agua, comida o energía) para racionalizar su uso y hacer aflorar el concepto de necesidad en los hábitos de consumo de estos bienes. En este mismo sentido, la tarificación del uso del coche debe hacer aflorar el concepto de necesidad con el objetivo de restringir su uso lo máximo posible a los casos necesarios. Es decir, la tarificación debe ayudar a restringir el uso del coche a aquellos trayectos en que difícilmente pueda existir una alternativa deseable en términos ambientales, sociales y económicos -ya sea por motivos de horario del desplazamiento, orígenes y destinos, transporte de mercancías personales, movilidad reducida, etc. Además, el destino del dinero recaudado por la tarificación del uso del coche puede destinarse en parte a financiar los modos más sostenibles y universales, lo que se convierte en un argumento más en favor de las virtudes sociales de la tarificación del coche.
En cualquier caso, si estamos preocupados por la cohesión social, lo verdaderamente importante es asegurar que no fallen los sistemas públicos y universales, puesto que si esto sucede es cuando se acentúan las desigualdades sociales: si la salud publica es deficiente, solo están bien atendidos los que pueden pagarse una sanidad privada; si la educación pública no es de calidad, sólo consiguen una buena formación los que se la pueden pagar. Pues exactamente igual sucede con la movilidad pública (y/o universal). Es decir, lo que verdaderamente acentúa las desigualdades sociales es que fallen los modos universales de desplazamiento: cuando ir en bicicleta constituye una actividad de riesgo para la vida, ir a pie es incómodo o hasta imposible para algunas personas, y coger los transportes colectivos resulta una clara desventaja en tiempo respecto del coche, entonces solo resulta atractivo el desplazamiento para aquellos que pueden costearse tener un coche (movilidad privada). Evidentemente, que los modos no motorizados sean atractivos y competitivos no solo tiene que ver con las aceras y calzadas que diseñamos, sino sobre todo con el modelo urbano y territorial que vamos construyendo -en términos de frenar la dispersión y lejanía, para apostar por la compacidad y cercanía.
Ivan Illich, como siempre, va mas allá y afirma que todo modo de transporte que rebase una cierta velocidad (que el sitúa entorno a las velocidades propias de la bicicleta) no puede «sino pisotear la equidad». No vamos a resumir aquí su interesante obra Energía y equidad, pero valgan como invitación a su lectura las siguientes afirmaciones: «[…] pasada la barrera crítica de la velocidad en un vehículo, nadie puede ganar tiempo sin que, obligadamente, lo haga perder a otro. […] Al rebasar cierto límite de velocidad, los vehículos motorizados crean distancias que solo ellos puede reducir. Crean distancias a costa de todos, luego las reducen únicamente en beneficio de algunos«.
En definitiva, perseguir la equidad social en las políticas de movilidad significa buscar el modelo que más garantías de igualdad entre las personas pueda comportar. Pero que nadie exija que desde la movilidad, sea cual sea la política que se implemente, se solucione el hecho de vivir en una sociedad caracterizada por las desigualdades e injusticias sociales. Mientras vivamos en sociedades desiguales, lo máximo que podrán conseguir las políticas de movilidad es aportar un granito de arena para no acentuar aún más los desequilibrios existentes. De hecho, nuestro sistema de transportes basado en grandes aportaciones de energía exógena ya produce en sí mismo grandes injusticias a escala global, siendo las más paradigmáticas las relacionadas con los conflictos bélicos para el acceso a los recursos petrolíferos del planeta.
En conclusión, si nos preocupa la cohesión y la justicia social en relación a la movilidad, deberíamos abordar aspectos de gran calado que van mas allá del modelo infraestructural para cuestionar también el modelo energético y territorial. En este contexto más amplio, la tarificación del coche parece ser tan solo la punta más visible del iceberg.
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¿Y qué tienen de mito los estándares de aparcamiento o los niveles de servicio para medir la congestión vial? Por sí solos evidentemente no tienen nada de mito. Pero lo que está mitificado es el uso que se les da, presentándolos envueltos de un aire de neutralidad o cientificidad que nada tiene que ver con sus implicaciones ni su propia naturaleza.
Cuando planificamos un desarrollo urbanístico generalmente se diseña la capacidad del viario y de sus intersecciones garantizando una buena fluidez (niveles de servicio C o D), y comprobando que éstos no se congestionarán más allá de un determinado número de horas al año… ¡A menudo en un horizonte de 20 o 30 años! Y en base a estos estándares se diseña el número de carriles, el diámetro de las rotondas, la naturaleza de los giros a la izquierda, etc. Pero es necesario reconocer que estos estándares de congestión del viario están implícitamente apostando por un reparto modal donde el peso del coche sea elevado, de ahí que no tengan nada de neutrales o asépticos. Además, fruto de su sesgada visión del espacio público, dan fácilmente lugar a un viario sobredimensionado. Por no decir que las propias ratios de generación de viajes (asociadas a metros edificados de residencias, comercios, oficinas, etc.), y que tan a menudo se utilizan en el planeamiento urbanístico, ya conllevan generalmente en sí mismas una gran sobreestimación de desplazamientos motorizados, tal y como expone detalladamente para el caso norteamericano Adam Millard-Ball en su artículo Phantom trips. En cualquier caso, mas allá de disquisiciones metodológicas, seguramente se estará de acuerdo en que los estándares de congestión del viario construyen un viario atractivo para el coche, lo que implícita y obligatoriamente conlleva que sea un viario repulsivo para los modos no motorizados, y fácilmente también para el transporte colectivo por superficie.
Por otro lado, y en relación a los estándares mínimos de dotación de aparcamiento usados generalmente para diseñar la oferta fuera de la vía pública, también conviene una revisión crítica de su naturaleza. Sus fundamentos son significativamente débiles, puesto que resulta más que difícil trazar con precisión y rigor los motivos que han originado unos estándares u otros en particular. Donald Shoup afirma, en su extensa obra The High Cost of Free Parking, que no existe ningún texto en Estados Unidos que ahonde en los requerimientos de dotaciones que se aplican en el país. Por mucho que los estándares se presenten como valores «científicos» (¡a menudo hasta con dos decimales!), no hay ninguna teoría a explicar: los estándares son los que son. Las ciudades han adoptado estos requisitos por copia de las demás ciudades o acogiéndose a recomendaciones publicadas por el Institute of Transportation Engineers (ITE). Ahora bien, el autor pone luz a las recomendaciones del ITE manifestando que se basan en estudios de casos de un universo muy reducido (a veces un único ejemplo), realizados en zonas de baja densidad, con aparcamientos gratuitos y con difícil acceso en modos distintos al coche. No hace falta ahondar aquí en el daño que han hecho estas ratios al extenderse por todo el país, produciendo un círculo vicioso al aplicarse como si de una especie de diez mandamientos se tratara. En cualquier caso, lo que aquí nos interesa subrayar es que también los estándares mínimos de aparcamiento están implícitamente apostando por una cuota elevada del coche.
Aunque cabe reconocer que las ratios utilizadas en nuestro entorno son sensiblemente diferentes a las norteamericanas, difícilmente se puede pensar que no están sujetas a los mismos interrogantes esenciales: ¿en base a qué decidimos las necesidades de aparcamiento? ¿Únicamente en base a la superficie construida? ¿Tenemos en cuenta la densidad del entorno, el precio del aparcamiento y la existencia de alternativas al coche? ¿Es necesario disponer de ratios para que sean aplicadas como un mandamiento pretendidamente «científico» e indiscutible? Y lo más importante: ¿cómo respondemos a la necesidad de cambio modal a través de la estandarización de dotaciones de aparcamiento?
Una buena tentativa de respuesta al establecimiento de estándares con objetivos de cambio modal lo constituye el ejercicio realizado hace ya 20 años en la publicación La regulación de la dotación de plazas de estacionamiento en el marco de la congestión (Pozueta, Sanchez-Fayos, Villacañas, 1995). En ésta se propone, a través de un caso práctico en Madrid, la elaboración de estándares máximos de aparcamiento calculados en base a los objetivos de reparto modal que se quieren alcanzar en dos zonas distintas de la ciudad. Obsérvese que en este caso los estándares de aparcamiento no son mínimos, sino máximos, con el objetivo de evitar la proliferación incontrolada de plazas y, por lo tanto, incidir en el reparto modal. A la inversa, la imposición de estándares mínimos de aparcamiento en los nuevos desarrollos urbanísticos fácilmente actúa como un subsidio más a la movilidad en vehículo privado, sin ofrecerse ningún aliciente a aquellos que usan otros modos de transporte (Shoup, 2005).
En definitiva, las necesidades de aparcamiento deben ser un resultado, relativamente directo, del reparto modal que deseemos alcanzar. Así, pues, las dotaciones deben formar parte de una estrategia global de estimulo de los modos mas sostenibles y disuasión del coche que aporte garantías para conseguir un reparto modal preestablecido. Y no debemos temer que al eliminar los estándares de dotaciones mínimas no esté asegurado el aparcamiento de bicicletas o coches, puesto que estas necesidades estarán aseguradas por el propio reparto modal que se fije como objetivo; reparto modal que -por cierto- no debería ser tendencial respecto lo observado en los últimos años, sino modélico.
Un reparto modal modélico viene a querer decir que en los nuevos desarrollos la cuota modal del coche sea significativamente menor que la media del ámbito de referencia en el que se inserta el nuevo desarrollo. En este sentido, sirva de ejemplo inspirador la ciudad norteamericana de Cambridge, que en el año 2006 aprobó una ordenanza municipal que obliga a que todo nuevo desarrollo no residencial consiga una cuota modal del coche 10 puntos por debajo respecto la última encuesta realizada en el municipio [1]. La normativa -a diferencia de normas de otros países que tratan sobre la movilidad generada por los nuevos desarrollos- no fija una larga lista de aspectos a tratar, sino que establece simple y llanamente el objetivo primordial de reparto modal. Y son los promotores quienes tienen que diseñar la estrategia para lograrlo -estrategia que el ayuntamiento establece que debe considerar tanto medidas de estímulo de los modos más sostenibles, como de disuasión del coche. Además, los promotores también tienen que presentar anualmente al Ayuntamiento el resultado de las encuestas que están obligados a realizar a sus usuarios, para verificar que se cumple con el objetivo de reparto modal año tras año.
De hecho, podríamos decir que nos encontramos ante dos maneras radicalmente opuestas de planificar: la primera es la que parte de los estándares de congestión y dotaciones de aparcamiento (es decir, la más familiar en nuestro contexto). Planificando así se asegura que la movilidad en coche presente una elevada competitividad y, a su vez, el resto de modos de transporte se relegan a meras alternativas en muchos casos residuales, puesto que el espacio público ya se ha diseñado atractivo para el coche. En definitiva, esta opción tiene un aire de neutralidad por el hecho de usar estándares; pero recordemos que esos estándares llevan aparejada una elevada cuota modal de uso del coche.
Para más inri, esta manera de planificar cuenta desde hace alguna década con una novedad que no podemos eludir: la penetración del discurso de la sostenibilidad. Lo lamentable es que la sostenibilidad ha sido entendida por muchos no como un necesario cambio de las metodologías a usar, sino como algo que debe adicionarse a las antiguas formas de hacer. Por lo tanto, ahora seguimos planificando con los estándares mencionados pero con el añadido de tener que construir infraestructuras y/o servicios para el transporte colectivo, la bicicleta y el peatón. Independientemente de si van a ser usados o no. Y esta manera de proceder produce fácilmente una sobre dotación de oferta que esta claramente más cerca del despilfarro de recursos que de la sosteniblidad. Por poner un ejemplo (verídico): si diseñamos un equipamiento en el extremo de un municipio con un aparcamiento de dimensiones tales que permite que todos sus usuarios lleguen en coche hasta el, ¿también tenemos que prolongar los servicios de autobuses para decir que somos sostenibles? ¿Sin tomar medida alguna para asegurarnos que el autobús no circule vacío? ¿No deberíamos replantear radicalmente la capacidad del aparcamiento en paralelo a la propuesta de un servicio de transporte colectivo?
Tendríamos que tener claro que el concepto de sostenibilidad no quiere decir poner al alcance de las personas diferentes maneras de desplazarse. Ésta puede ser una condición necesaria, pero no suficiente. La sostenibilidad exige un paso mas, comportando que nos aseguremos -a través de como diseñamos la competitividad de los distintos modos- que las personas optan por los modos mas sostenibles de desplazamiento. Por lo tanto, la combinación de estrategias de estimulo y disuasión (véase el post anterior) es una condición no solo necesaria para conseguir el trasvase modal desde el coche hacia el resto de modos, sino también para asegurar que no creamos una sobredotación de oferta y, por lo tanto, un despilfarro en el uso de los recursos.
En cambio, una segunda manera de planificar se definiría entorno a la metodología que erige el establecimiento de un reparto modal en el centro del proceso de planificación, y de la cual ya hemos citado ejemplos como la ordenanza de Cambridge o el ejercicio académico en relación a dos barrios madrileños (Pozueta, Sanchez-Fayos, Villacañas, 1995). Esta metodología no contempla a los modos más sostenibles como meras alternativas que se tienen en consideración después de haber diseñado el espacio para los coches. Al contrario, integra la necesidad de combinar estrategias de estímulo de los modos más sostenibles y de disuasión de uso del coche para conseguir el reparto modal objetivo que se haya predeterminado.
Lo mas curioso del caso es que planificar con metodologías heredadas del pasado nos ha llevado a un escenario donde los manuales de diseño del viario están por encima de los Boletines Oficiales que publican el marco legal aprobado por los Parlamentos. Así, pues, esos estándares de congestión del viario, que nacieron como simples recomendaciones para guiar la planificación, han acabado por convertirse en cánones que los planificadores creen que deben garantizar por encima de todo. ¡¡¡Incluso por encima del marco legal!!! De hecho, el caso de los estándares de aparcamiento es aún más grave porque se han transformado en norma de obligado cumplimento en muchos municipios, regiones o estados.
Sea como sea, ante la planificación de un nuevo desarrollo, lo que generalmente sucede es que primero se consulta el manual, se diseña todo siguiendo al máximo posible los estándares que este dicta, y después uno recuerda que hay una normativa ambiental y de salud publica a cumplir. Y se estudia qué parches o añadidos se pueden incorporar para encajar (o hacer ver que se encaja) aquello ya diseñado. Aunque sea con calzador. Debería ser al revés: primero asegurar que cumpliremos lo mejor posible con los retos del marco legal vigente, y posteriormente ver como lo encajamos (¡o no!) con unos manuales de diseño que establecen meras recomendaciones.
Resulta curioso que sea necesario recordar que, mientras existen decretos que exigen no sobrepasar umbrales de contaminación o accidentalidad, no existe ninguna norma que prohíba que una rotonda supere el nivel C de fluidez. Eso es simplemente una pauta establecida por un manual, cuya función es simplemente ofrecer recomendaciones genéricas. Y los manuales no han sido redactados por representantes votados por la ciudadanía; ni han pasado por un tramite que incluya un proceso de información pública; ni han sido aprobados en nuestros Parlamentos; ni tampoco hace falta que así sea, porque un manual es simplemente eso: un manual. Y como tal deberíamos usarlo.
Mención aparte merecen los estándares de dotación de aparcamiento, que -como ya hemos mencionado más arriba- demasiado a menudo han saltado de los manuales para incorporarse a la normativa vigente de planes urbanísticos, o a decretos autonómicos sobre urbanismo. En estos casos, la cuestión adquiere mayor problemática dado su carácter normativo. Pero no por eso debemos dejar de tener claro que estas normas tienen que cambiar para atender a los retos del presente y dejar de responder a preocupaciones del pasado -es decir, a la fluidez y facilidad de circular en coche.
Y también podríamos tener claro que las Leyes y Reales Decretos sobre calidad del aire o ruido son jerárquicamente superiores a planes municipales urbanísticos y a decretos autonómicos sobre urbanismo. Ahora bien, reconozcamos que apelar a la superioridad jerárquica de las normas para saltarse la aplicación de estándares de aparcamiento establecidos en normas de rango inferior no es una cuestión de fácil proceder, puesto que para afirmar que así garantizaríamos los umbrales de calidad del aire necesitaríamos una «bola de cristal» que ningún planificador posee. Saltarse los estándares de aparcamiento de la normativa urbanística en aras de normativas ambientales de rango superior siempre admitiría una larga discusión, mientras que la aplicación de unos estándares dotacionales es una cuestión que no lleva a ninguna confusión: o se aplican (y se cumple la norma vigente) o no se aplican (y, sin lugar a dudas, se incumple una norma, aunque sea de rango inferior a otra que puede resultar incumplida).
En conclusión: dejando de lado los casos donde la norma obliga al uso de unos estándares determinados, lo cierto es que -aún y sin norma de obligado cumplimiento- existe una gran atracción por seguir utilizando los estándares de dotaciones y de congestión vial en la practica cotidiana de la profesión. Y esto es así no solo porque facilitan enormemente el trabajo sino porque también dan un aire de «cientificidad», y hasta de «neutralidad», que aporta seguridad a los que tienen que defender las decisiones que se toman. Precisamente, frente a esta metodología de trabajo caracterizada por la meticulosidad de unos estándares que hasta se miden con decimales, el enfoque del reparto modal aquí propuesto puede seguramente parecer vago. Sin embargo, cabe decir que a veces puede ser que being roughly right is better than being precisely wrong [2].
[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]
[1] Véase el web oficial de la ordenanza municipal: http://www.cambridgema.gov/CDD/Transportation/fordevelopers/ptdm.aspx
[2] Podría traducirse por «actuar de manera aproximadamente correcta es mejor que incorrectamente con precisión.»
REFERENCIAS:
Millard-Ball, A. (2014): Phantom trips, Access Magazine, University of California Center on Economic Competitiveness.
Pozueta, J.; Sanchez-Fayos, T.; Villacafias, S. (1995): La regulacion de la dotacion de plazas de estacionamiento en el marco de la congestion, Cuadernos de Investigacion Urbanistica, Madrid. http ://www.aq.upm. es/Departamentos/Urbanismo/public/ciu/pdfciu7/ciu7.pdf
Shoup, D. (2005): The high cost of free parking, American Planning Association, Chicago.
Seguimos la serie de los diez mitos sobre movilidad urbana de Màrius Navazo, geógrafo, publicados originalmente en el blog La Ciudad Viva. Puedes encontrarlo en la web de Gea21 o leer el resto de artículos de la serie:
¡Cuántas veces no habremos oído que no hay suficientes ciclistas o usuarios del transporte colectivo para invertir en estos modos de transporte! Reiteradamente, la falta de demanda se convierte en el argumento principal para frenar actuaciones como la creación de un carril bici o la mejora de servicios de transporte colectivo. Y, al mismo tiempo, la vistosa demanda de movilidad en coche (¡vistosa porque fácilmente crea congestión!) ha servido y sigue sirviendo de acicate para invertir en infraestructuras para el coche.
Y si bien ciertamente en muchos casos puede que no exista suficiente demanda para crear o mejorar un servicio de transporte colectivo, esto difícilmente sucede en entornos con el viario congestionado. Sin embargo, en entornos congestionados también se siguen frenando actuaciones en favor de la bicicleta o el transporte colectivo con el argumento de que no hay suficiente demanda. No entraremos aquí a definir que se debe entender por congestión vial, sabiendo de antemano que se trata de un concepto difuso y usado generalmente con gran subjetividad; puesto que tanto puede hacer referencia a una cola de quince coches que no es absorbida en un único ciclo semafórico (esto los conductores lo acostumbramos a considerar todo un atasco… iy también muchos técnicos de tráfico!), como puede hacer referencia a una retención en una autopista metropolitana que aumente el tiempo de trayecto en un 50% o más.
Sea como sea, detrás del mito que se trata en este post está la siguiente creencia: la demanda de movilidad en coche es fija e inmutable, siendo afectada únicamente por variaciones tendenciales. Pero esto ya se ha demostrado repetidamente que no es así, sino que la demanda depende muy significativamente y en primera instancia de la oferta. Es decir, si se construye una nueva infraestructura para los coches resulta que la mera variación tendencial no se cumple porque aparecen nuevos usuarios por el propio hecho de haberla construido. Y es lógico que así sea, puesto que si se mejoran las posibilidades de desplazamiento entre dos puntos las personas y mercancías empiezan a contemplar ese desplazamiento como una buena opción (para ir a trabajar, para ir a vivir, etc.), a pesar de que previamente no lo fuera. Esto es lo que se conoce como la inducción de demanda de las infraestructuras [1]. Pero también sucede el efecto contrario: la inhibición de demanda [2]. Es decir, hay que esperar que una reducción de capacidad de la red conduzca a una supresión de tráfico de magnitud similar, de forma que los impactos de las reducciones de capacidad no comportan grandes caos circulatorios -tal y como se podría pensar en primera instancia y como siguen prediciendo la mayoría de modelos de simulación de tráfico al uso.
Se constata, pues, que las personas adquieren diferentes estrategias de desplazamiento (uso de diferentes medios de transporte, cambios de horarios de los desplazamientos, reducción de los desplazamientos a realizar, etc.) dependiendo de la oferta de modos de transporte al alcance, observándose que una mayor oferta viaria provoca la aparición de nuevo trafico (inducción) y una reducción de capacidad viaria provoca una desaparición (inhibición).
Y esto no sólo sucede con la movilidad en coche, sino que también se observa repetidamente en la movilidad en bici, en transporte colectivo o a pie. Por lo tanto, la movilidad de personas nada tiene que ver con la planificación de flujos hidráulicos, dónde la cantidad de agua que llueve es una variable totalmente independiente de si construimos más o menos pantanos, canales o tuberías. Contrariamente, la cantidad de personas que se desplazan en coche, transporte colectivo, bici o a pie depende muy significativamente de las vías o espacios que construyamos para un modo de transporte u otro. Así, pues, los planificadores de la movilidad no debemos ser meros esclavos de la demanda observada y sus variaciones tendenciales, sino agentes propositivos de cambio cuando el contexto así lo requiere -como seria el caso del actual marco legal.
En definitiva, afirmar que no hay suficiente demanda para los modos más sostenibles, al menos en entornos con el viario congestionado, sólo podría afirmarse si se considera (falsamente) fija la demanda de movilidad en coche. Sin embargo, si se considera variable (tal y como la realidad se empecina en mostramos), entonces tiene que estar claro que la futura demanda de los modos más sostenibles debe obtenerse del coche.
Y para conseguir este transvase modal no podemos apelar a la consciencia ambiental o social de las personas, sino que es necesario volver los modos sostenibles más competitivos que el coche; como mínimo en aquellos flujos que la gran demanda existente está congestionando el viario. Y, por lo tanto, invertir en ellos aún y la aparente falta de demanda de ciclistas o usuarios del bus -que no es falta de demanda, sino demanda latente. Esto seria justamente lo contrario, por ejemplo, a planificar seis nuevas vías de alta capacidad en la Región Metropolitana de Barcelona aprobadas el año 2010 y que, afortunadamente, la crisis ha paralizado -de momento. De hecho, si algún síntoma expresa la congestión vial no es una falta de capacidad vial sino un déficit de competitividad de las alternativas al coche. Es decir, cuanto menos competitivas sean las alternativas, más elevada será la congestión vial; y viceversa.
Pero debe estar claro que el objetivo no es -tal y como demasiado a menudo parece que sea- aumentar el número de ciclistas o usuarios del transporte colectivo, sin importar si se trata de nuevos desplazamientos generados o de desplazamientos que antes ya se realizaban en otros modos sostenibles. El objetivo es el trasvase de usuarios desde el coche hacia los demás modos. Por este motivo, no es únicamente necesario estimular los modos más sostenibles (estrategias pull), sino también actuar explícitamente para disuadir el use del coche (estrategias push).
Esta necesaria combinación de estímulo y disuasión para garantizar el trasvase modal desde el coche (y evitar un absurdo trasvase entre los modos más sostenibles) contiene un aspecto interesante al hilo de las inversiones en los modos mas sostenibles: las inversiones que hagamos para los modos mas sostenibles no deberían basarse en la construcción de nueva infraestructura, sino sobre todo en la reconversión de la infraestructura hoy destinada a los coches. Es decir, conversión de carriles de circulación y aparcamiento en carriles bici, carriles bus o aceras; conversión de carriles convencionales de circulación en carriles de cohabitación coche/bici; regulación semafórica que penalice la movilidad en coche para priorizar el confort de los peatones o la velocidad comercial de los autobuses; etc.
En conclusión, seguramente la pretendida falta de demanda viene de la mano de aquellos que únicamente están dispuestos a crear nueva oferta para los modos mas sostenibles, sin renunciar ni un ápice a la oferta destinada al coche: carriles bici sobre las aceras, mera compra de autobuses sin mejorar la velocidad comercial del sistema, peatonalizacion de calles asociadas a construcción de grandes parkings subterráneos, etc. Sin embargo, si actuamos disuadiendo uno y estimulando otros, ya se verá si falta o no demanda. Y, en cualquier caso, si no hubiere suficiente demanda para crear nueva oferta de los modos más sostenibles, disuadiendo el use del coche siempre se conseguirá un aumento de la demanda de los modos más sostenibles que consiga hacerlos más rentables (social, ambiental y económicamente). Cuestión, por cierto, más que necesaria en muchos pueblos y ciudades.
[Artículo publicado originalmente el 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]
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[1] Bibliografía sobre el efector inductor de demanda:
SACTRA. Trunk roads and the generation of traffic, Londres, Department of Transport, 1994. 242 p.
VTPI. Victoria Transport Policy Institute. Rebound effects. Implications for transport planning [en lineal Fecha de consulta: 3 de septiembre de 2013. Disponible en: . 2013.
Na:SS, P.; SKOU, M. y STRAND, A. Traffic forecasts ignoring induced demand: a shaky fundament for coste-benefit analyses [en lineal Fecha de consulta: 3 de septiembre de 2013.
DFT. Department for Transport. Variable demand modelling-overview, unit 2.9.1. [en lineal Fecha de consulta: 3 de septiembre de 2013. Disponible en: . 2006.
Kenworthy, J. 2012. ‘Don’t shoot me I’m only the transport planner (apologies to Sir Elton John).» World Transport Policy and Practice 18 (4): 6-26.
[2] Véase la obra más conocida y de referencia respecto la inhibición de tráfico:
CAIRNS, S.; HASS-KLAU, C. y GOODWIN, P. Traffic Impact of Highway capacity reductions: assessment of the evidence, London, Landor Publishing, 1998. 261 p.
Reproducimos con autorización una serie de artículos de Màrius Navazo, geógrafo, con 10 interesantes mitos sobre movilidad urbana. Se publicaron originalmente en el blog La Ciudad Viva, ahora desaparecido, y pueden encontrarse también en la web de Gea21, donde trabaja.
Mito 1/10: el derecho a ir en coche
¿Cuántas veces como planificadores no habremos afirmado que la gente tiene que poder llegar en coche hasta la guardería a recoger a sus hijos o hasta tal tienda para comprar? ¿Cuántas veces no habremos oído sobre la imposibilidad de suprimir plazas de aparcamiento en una calle porque la gente tiene que poder seguir llegando en coche hasta ahí? En definitiva, ¿cuántas veces no hemos asumido implícitamente el derecho a ir en coche a todas partes?
Pero ¿existe realmente ese derecho? Si así fuera, lo primero sería identificarlo en algún texto normativo. Sin embargo, no encontraremos en ningún estatuto autonómico, ni en la Constitución Española, ni en ninguna Convención Europea ni Declaración de las Naciones Unidas que se hable de tal derecho. Por lo tanto, por mucho que demasiado a menudo se dé por sentado que exista, debemos clarificar que se trata de un derecho inexistente.
Más concretamente, el hecho de circular en coche constituye por sí mismo algo más parecido a un privilegio que a un derecho. Y por lo tanto, desde la planificación urbana también debería tratarse más bien como un privilegio que no como un derecho.
En palabras del Diccionario de María Moliner, un privilegio se define como la posibilidad de hacer o tener algo que a los demás les está prohibido o vedado, que tiene una persona por cierta circunstancia propia o por concesión de un superior. Así pues, esta definición aporta dos aspectos clave para afirmar que circular en coche constituye un privilegio: por un lado, circular en coche está prohibido o vedado a los demás porque no hay sitio para que todas las personas circulen en coche. Si todos decidiéramos salir de casa en coche no podríamos ni salir de la puerta del garaje. O dicho de otra manera: se conduce gracias a todos los que no conducen. Y, en segundo lugar, circular es un privilegio que tiene una persona por cierta circunstancia propia. En concreto, para conducir no se pueden tener determinadas discapacidades físicas ni mentales, deben tenerse más de 18 años, ser un ciudadano «con papeles» y también con permiso de conducción, así como disponer de los recursos económicos o la suerte para acceder a un coche de manera cotidiana. Por lo tanto, la conducción de un coche está lejos de ser un derecho universal a diferencia de la marcha a pie, en bicicleta, o el gran potencial que puede ofrecer el transporte colectivo.
En definitiva, si de derechos queremos hablar, únicamente podríamos hablar del derecho a llegar a los sitios. Es decir, el derecho a la accesibilidad. Ciertamente, tampoco es un derecho que se reconozca explícitamente en ningún texto legal pero se estará fácilmente de acuerdo que tal derecho subyace al derecho a una vivienda, al trabajo, a la educación, etc. Es decir, si tenemos todos estos derechos, necesariamente tenemos también el derecho a poder llegar hasta nuestra casa, trabajo, escuela, etc.
Obsérvese que el derecho del que hablamos no hace referencia a moverse en el modo de transporte que a uno se le antoje, sino que estamos hablando del derecho a llegar a las actividades localizadas sobre el territorio. De hecho, aquello que verdaderamente nos interesa a las personas no es el desplazamiento en sí mismo, ni en qué modo de transporte lo hacemos. Aquello que mayoritariamente nos interesa es llegar ahí donde necesitamos ir (a visitar a nuestra familia, amigos, al trabajo, cine, etc.); y que lo podamos hacer en poco tiempo y de manera confortable y segura. Y esto es calidad de vida. ¿O es que hay alguien que preferiría destinar 40 minutos para llegar hasta un bien deseado si lo pudiera hacer únicamente en 10 minutos?
Por lo tanto, el derecho a la accesibilidad nos hablaría de garantizar que todas las personas (indistintamente de sus circunstancias) pudiesen llegar a los bienes y servicios del territorio de manera confortable y segura, y destinando el menor tiempo posible. Y para avanzar hacia tal derecho deberíamos preocupamos por perseguir un urbanismo y una ordenación del territorio que fomentara la proximidad, permitiendo reducir la necesidad de desplazamientos motorizados y sacando partido a la autonomía humana y los modos no motorizados. Este es el mejor camino para garantizar el derecho a la accesibilidad y asegurar una elevada calidad de vida a las personas.
De hecho, desde una perspectiva sostenibilista deberíamos cuestionamos un interrogante fundamental: ¿podrían ser semblantes (en tiempo) un modelo territorial basado en la lejanía y la rapidez de los desplazamientos (autovías, trenes regionales de alta velocidad, etc.) y un modelo basado en la proximidad y la lentitud de los trayectos (fundamentalmente a pie y en bicicleta)? Puesto que si así fuera, el segundo modelo ofrece muchas más ventajas que el primero en términos de consumo energético, accidentalidad, sedentarismo, contaminación, etc.
En cualquier caso, y para acabar, reconozcamos que un urbanismo y territorio planificado para el coche no sólo arrincona por completo la autonomía humana -aquella que nos hace a todos iguales-, sino que se asienta en un falso mito sobre un derecho que nunca va a poder ser tal ¡Ni que los coches se propulsen con energía solar!
[Màrius Navazo – Artículo publicado originalmente el viernes 5 de septiembre de 2014 en la web «La Ciudad Viva», actualmente desaparecida]